lunes, 27 de marzo de 1995

Decir la Verdad.


Primera parte.

Sábado a la mañana.

El clásico ruido del vidrio al estallar contra el suelo despertó a Luis de su letargo. Solía romper un balón, o un matraz, y siempre un par de tubos de ensayos, por lo menos una vez por semana. Tan habitual eran esos accidentes para él, que ya tenía identificado el sonido de desintegración de cada objeto: “Un vaso de precipitados, en el extremo derecho de la mesada”, fue el primer pensamiento mundano de Luis en las muchas horas que llevaba concentrado en sus apuntes.
Siguió con la vista la cadena de elementos –secuencia de causas y efectos diría él– que habían participado del accidente: mientras escribía en su carpeta, la corrió para acomodarse mejor, la tapa calzó justo en el borde de la bandeja con los restos de pizza de la noche anterior; la bandeja, forzada hacia un costado, empujó su sobretodo hacia la orilla de la mesada, donde ya no se hallaba el vaso. Había cierta estética en el enlace de sucesos que provocaron el accidente, en especial, por lo inconexo de los objetos. El aleteo de una mariposa en Tokio bien podría haber agregado belleza al evento terminal de su ex vaso de precipitados. Luis era simpatizante de la Teoría del Caos. De su Práctica, decidido militante. Bastaba un simple vistazo a su laboratorio para darse cuenta de que la entropía crece y tiene foco en los alrededores de Luis. Su desorden y desprolijidad eran legendarios en la Facultad, donde nadie se explicaba cómo alguien tan torpe podía estar al frente de una investigación tan delicada y peligrosa. Luis tampoco veía la necesidad de ser forzado a esas manualidades, cuando lo suyo era el puro pensamiento. Especulativo.
“Acto precipitado precipita el fin de un vaso de precipitados”, pensó, a estilo de titular. “‘Vaso precipitado’ también es bueno”, se entusiasmó; “‘Accidentado fin de un conocido objeto científico’ (La Nación); ‘Dr. Lebón imputado en fatal caída’ (Clarín); ‘FINAL PRECIPITADO’ (Página 12); ‘DESINTREGRADO CONTRA EL SUELO’ (Crónica)”.
A diferencia de los diarios, y como científico que era, Luis sabía analizar los accidentes sin hacer juicio de valor. “Después de todo”, solía decir, “si no fuera por ellos no conoceríamos ni los neumáticos ni la penicilina”. Pero dar por buenos a los neumáticos y a la penicilina es en realidad un juicio de valor, occidental y cristiano. Quién sabe si, sin estos descubrimientos, el mundo no sería menos poluto y más inhabitado.
Se le ocurrió pensar que el contenido del vaso podría ser de importancia. Atolondrado como siempre, Luis revolvió el charco lleno de vidrios para tomar la etiqueta. Un pinchazo le avisó que se había clavado una astilla.
“¿Qué me habré inoculado esta vez?” Se arrancó el pedacito de cristal, a la vez que trataba de identificar el contenido en la etiqueta. Decía “Peste Negra, S4+Bloq6, UV763, CNPT”.
—¡Mierda!
Se chupó la herida con poca esperanza de evitar el contagio. La S4 era la serie más virulenta de las del tipo “Peste Negra”. Tan contagiosa que al chupar su sangre se estaba inoculando otra vez, por otra vía. En realidad, casi todos los virus con que trabajaba eran transmisibles por todos los medios conocidos. “Voy a comerme otra semana de gripe, la cuarta del año, y el invierno recién empieza”. Luis barrió los restos del vaso. El contenido, y el de muchos de los recipientes que se encontraban en el laboratorio, era un cultivo de virus de la gripe, alias influenza. Luis rotulaba las cepas con nombres de pestes famosas para amedrentar a los estudiantes curiosos. Había también “Viruela”, “Fiebre Amarilla”, “Polio” y por supuesto, el más eficaz, “SIDA”. Esta etiqueta era muy respetada por los alumnos, aunque en realidad titulaba a la gripe menos virulenta. Luis sostenía que la Humanidad había sido afortunada porque el HIV resultó muy poco efectivo. “El día en que aparezca un tipo de HIV tan contagioso como la gripe, se acaba la Historia”, decía. Exageraba. La Historia nunca se acaba, sólo puede ser Otra. En épocas como la actual, en que la Humanidad se semeja a la Insectosidad, una gran debacle sólo produciría una nueva cepa de humanos inmunorresistentes, billón más, billón menos.
“Peste Negra” era el tipo de gripe más contagioso y difundido, y en el que Luis tenía mayores esperanzas de éxito para conseguir el objetivo de su investigación: terminar con la enfermedad. Por el momento, no había logrado mucho más que contagiarse. Una vez más.

Luis barría cuando se encontró con un par de zapatos. Subió la mirada hasta clavarla en los ojos vidriados del titular de cátedra, su jefe.  El doctor Víctor Traverso era algo mayor que Luis, más alto y más delgado y mucho más morocho. Luis le dedicó una semisonrisa con vocación de mueca frente al aspecto serio y frío de Traverso.
—Qué raro, tan tarde y todavía aquí, doctor —Luis siguió barriendo.
—Tarde no, temprano, Lebón. Son las siete de la mañana —dijo Traverso sin mirar el suelo.
El laboratorio no tenía ventanas al exterior, igual que Luis cuando se enfrascaba en el trabajo. Se detuvo y miró sorprendido a Traverso.
—¡Cómo! ¿Ya? Si hace un rato me fijé en el reloj del hall central y era medianoche —Luis constató en los ojos de su jefe que no se trataba de una broma.
Traverso echó una ojeada al piso y volvió a clavar su mirada de vidrio en Luis.
—¿Qué fue esta vez? ¿Otro Soxhlet? —preguntó, aludiendo a un costoso aparato. Luis llevaba rotos dos en el año. Traverso debía saber muy bien, por los vidrios esparcidos en el suelo, que el objeto accidentado era mucho menos importante.
—No, sólo un tubo de ensayos —mintió Luis, mientras terminaba de recoger los restos y tirarlos en el incinerador. Era evidente también que esos vidrios tampoco provenían de algo tan pequeño. Cuando terminó con la tarea, se volvió hacia su jefe, que no se había movido de su lugar y lo seguía observando.
—Ya está —dijo Luis; intentó cambiar el clima con una segunda sonrisa, tan ineficaz como la primera.
—¿Podemos reunirnos en mi oficina? —preguntó Traverso, y se marchó sin esperar respuesta. Luis lo siguió, instantes más tarde y a paso más lento, la curiosidad entreverada con la duda.
Traverso, de pie junto a la puerta de su oficina, contigua al laboratorio de Luis, lo esperó hasta hacerlo pasar y cerró tras de sí. Fue hacia su escritorio, tomó una carpeta de una pila que se hallaba allí, y se sentó en su sillón. Comenzó a hojearla; pasó rápido las páginas, con gestos graves. Era evidente que estaba más concentrado en la mímica que en la lectura. Luis permaneció de pie, esperando una mirada o una indicación para sentarse, gestos que nunca llegaron. Luis identificó la carpeta: era suya.
—Estuve estudiando su informe, doctor Lebón —dijo Traverso sin levantar la vista, continuaba hojeando el documento, se detenía con más énfasis en algunas páginas, hacía muecas cada vez más graves, volvía sobre las hojas anteriores, salteaba y avanzaba hasta la última, hasta que cerró la carpeta y la arrojó con impaciencia sobre el escritorio.
—Nos tiene preocupados, doctor —dijo Traverso, mientras apoyó los codos sobre el escritorio, le dirigió, al fin, una fría mirada—. No vemos que se avance en la investigación; ya llevamos en esto, ¿cuánto? ¿Tres años? Y un buen pedazo del presupuesto de la Cátedra.
—Bueno —dijo Luis en tono de disculpa, sin moverse de su posición—, algo hemos avanzado. Yo creo que sabemos un poco más del virus ahora.
—¿Sabemos? ¿Qué sabemos? Según su propio informe, sabemos que usted ha fracasado sistemáticamente en sus intentos durante los últimos tres años. Eso es lo único que sabemos —dijo Traverso, con acento cínico en la “u” de “su  propio informe”.
—También descartamos caminos —insistió Luis con menos convicción.
—¡Ja! Eso sí es gracioso —estalló Traverso, forzando una sonrisa—. También podríamos decir que hemos aprendido a fracasar —imitó el gesto, la voz y el tono de un lelo.
Luis se ruborizó. La ira le nacía en el centro del pecho y buscaba liberarse en oleadas. Se tomó las manos por detrás de la espalda; logró contener la emoción en la garganta. Su voz sonó aguda y quebradiza.
—Yo creo que —se interrumpió para tomar aire y recomponerse—, estamos muy cerca. Son más los genes que hemos descartado que los que nos restan por estudiar —encontró refugio en un lenguaje más técnico.
—Y yo creo que usted —insistió Traverso, imitando a Luis, luego continuó con su propia voz—, no ha probado ni siquiera que el origen de la virulencia sea genético.
—Es cierto —admitió Luis; ignoró la provocación y se concentró en el tema—, tampoco podemos esperar resultados inmediatos para un problema como éste. Dese cuenta, doctor, que la gripe ha evolucionado muy ligada al hombre. Sus capacidades de adaptación y de resistencia se basan en la carencia de letalidad. También en la facilidad de contagio. Estos virus tienen gran capacidad mutante, lo que ha hecho inútiles todos los intentos a través de vacunas y antibióticos —Luis, ya más seguro, se aferró a sus conocimientos con íntima convicción. Aguardó en silencio a que Traverso recogiera el guante para continuar la polémica en terrenos académicos. Su jefe lo miraba como si Luis fuera transparente, las pupilas demasiado dilatadas y demasiado alineadas para enfocarlo a la corta distancia en que se encontraba. La mano derecha tamborileaba sobre la carpeta.
—Conozco demasiado bien su teoría, doctor Lebón. No voy a ponerme otra vez a discutir con usted si existe o no un gen responsable de la virulencia, si se puede o no neutralizarlo, eliminarlo o bloquearlo, ni si algún método puede o no llevarnos a un bloqueador. Tampoco voy a discutir si se puede o no hacer todo esto a una escala mayor que la del laboratorio, el país, ¡o el mundo! —exclamó Traverso, con un volumen creciente que terminó casi en grito; dio un puñetazo sobre la carpeta y sobre el mundo. El ruido del golpe y el dolor en la mano tuvieron un efecto sedante en Traverso; el efecto en Luis fue de confusión. Por prudencia, bajó la mirada hacia la carpeta que se hallaba todavía bajo el puño de su jefe.
—Por otro lado —comenzó Traverso como si estuviera iniciando otra conversación—, he recibido instrucciones del Decano para reducir el presupuesto de la Cátedra. Usted sabe —se recostó sobre el respaldo de su sillón y adoptó cierto aire de funcionario público—, los problemas que tiene la Universidad este año son graves. En fin —concluyó, después de un breve silencio—, la cuestión es que tengo que reunirme con el Decano el lunes a la mañana para proponerle un recorte de gastos.
A Luis se le aflojaron las piernas, tuvo que buscar socorro en la silla vacía que se encontraba frente a él. Se derrumbó sin quitar la vista de su carpeta. Traverso aprovechó la ocasión y se incorporó. Dudó un momento, y luego dio un lento rodeo alrededor del escritorio hasta quedar contra la puerta, detrás de Luis que permaneció inmóvil en la silla, los ojos abiertos y fijos sobre el escritorio, la cabeza baja, como reo en el cadalso. Esperaba la frase final; sólo escuchaba sus propios latidos y la respiración de Traverso por detrás. El silencio agudizó la tensión, postergó lo inevitable; Luis vio aproximarse el final, especulaba con que no llegaría si ninguno de los dos hablaba. La resistencia de Luis tuvo un límite mucho más próximo que la de Traverso:
—Me van a echar —musitó; cortó el último hilo de su esperanza. Apoyó los antebrazos sobre el escritorio y hundió la frente.
—Yo no dije eso, Luis —Traverso, con suavidad, se aproximó y le apoyó una mano sobre el hombro. El contacto le produjo un imperceptible reflejo en la espalda.
El jefe se inclinó sobre Luis. Ahora su tono era amistoso y comprensivo:
—Yo podría arreglarlo. Podría reasignarte a mi equipo —casi le susurró al oído; Luis se irguió y giró la cabeza, en busca de los ojos de Traverso, para encontrar allí el sentido de esas palabras.
—¿Y mi investigación? —interrogó con voz casi infantil.
—Yo podría convencer al Decano de suspenderla hasta el año próximo, no hace falta ser tan drástico —dijo Traverso, aún inclinado sobre Luis, que movió su cabeza hacia atrás.
—¿Qué te pasó en la mano? —continuó Traverso en tono confidente—, ¡estás sangrando!
—¿Eh? —reaccionó Luis como un suspiro, y miró su mano izquierda, perdía un fino hilo de sangre. Por instinto, Luis levantó la mano y se la acercó a la boca. Traverso se anticipó, la tomó, y se la llevó a la suya. Luis siguió con la mirada a su mano, como si fuera ajena. Se concentró en el dedo índice hasta que desapareció dentro de la ventosa cálida y húmeda que lo rodeaba y se ajustaba a su forma como un guante de carne y saliva. Luis se maravilló de la perfección y de la delicadeza de los movimientos que no permitían que su dedo entrara en contacto con el filo de los dientes. Los labios de Traverso se abrían y se cerraban en torno, revelando por momentos el intenso rojo interior en contraste con la piel aceituna de la cara. Luis levantó la vista hasta los ojos de Traverso, entrecerrados y gelatinosos, clavados en los suyos:
—¡No! —gritó, y retiró la mano. Se puso de pie. Su brusco movimiento forzó a Traverso a apartarse.
—No, ¿qué? —Traverso sonreía y saboreaba aún la sangre de Luis.
—¡Me estás chantajeando! Me querés forzar...
—¿Forzar? ¿Yo? ¿A qué? —preguntó Traverso, afectado, irónico y femenino—, que yo sepa nunca te forcé a nada, ¿no? —hizo un rápido parpadeo y pronunciada una seña de dos.
—Eso pasó hace mucho, Traverso. No fue nada, sólo un momento —Luis evitó la mirada divertida de Traverso.
—¿Ah sí? Pero resulta que yo quiero que vuelva a pasar. Aquella noche...
—¡Aquella noche, nada, Traverso! Olvidate —insistió Luis con firmeza.
El rostro de Traverso se contrajo, se transfiguró en intentos por recuperar la adustez del principio; el gesto produjo el efecto de una mueca ridícula.
—En ese caso, no me dejás más remedio —quiso volver al tono frío original, pero la voz sonó varias notas más aguda que su intención.
Luis permaneció frente a él, los puños cerrados y las cejas furiosas. La acción era inminente y quedó suspendida en el aire unos segundos. De pronto Luis giró y salió de la oficina, rápido y firme.
—Hacé lo que quieras —alcanzó a decir cuando atravesaba el umbral.
A espaldas de Luis y haciendo eco en la inmensidad del hall central se escuchó la voz de Traverso que gritaba: “¡Doctor Lebón! ¡Doctor Lebón!”. Luis tomó lo imprescindible de su oficina y se marchó fuera de la Facultad.
Deambuló por el parque de la Ciudad Universitaria el resto de la mañana. En realidad, se limitó a caminar alrededor del edificio durante casi tres horas.
Bajó por la gran escalinata de la entrada principal, fue hacia la izquierda, por una vereda paralela a la enorme caja de cemento y vidrio, que conducía hasta el costado que daba al río. Luis caminó mirándose los pies, maravillado por la independencia y la precisión de su andar, en contraste con la confusión y el vértigo que sentía. La falta de sueño más el encuentro con Traverso lo sumergieron en un estado de duda sobre la realidad de lo que estaba ocurriendo. Miró el tramo de malezas y basura que separaba al edificio del río; sus recuerdos tomaron cuerpo, duendes que aparecían y desaparecían a ritmo de pestañeo. Luis adolescente, entregado a la emoción de aquel primer beso universitario. Más allá, contra un árbol, Luis, aún joven, acorralaba a una alumna que, enlazándolo frenética con sus piernas, le agregó una mancha más a su guardapolvo. Semioculto entre los arbustos, Luis, maduro, alcanzaba su pico de placer y desazón derramándose prematuro dentro de una hembra fértil, lacrando una relación vitalicia.
Luis caminó hasta el contrafrente del edificio, separado de uno gemelo por una tierra de nadie y de tierra, ocupada siempre por automóviles estacionados al azar. Vio correr entre esos autos a un joven y desaliñado clon, las crenchas y la ropa embadurnadas de harina y de huevo, falto de aire y excedido de euforia. Otra aparición gemela y furtiva se asomó por detrás de un coche, y oteó la oscura persecución de anónima mano de obra del Estado.
Al final de este contrafrente, Luis volvió a doblar a la izquierda, para recorrer el lateral enfrentado con la calle por donde transitaban los colectivos. Cerca de la parada se encontraba el campo de deportes de la Universidad, repleto de jóvenes, como todos los sábados. Luis vio a otro doble suyo arrojarse al encuentro de una pelota y de un campeonato.
Un nuevo giro a la izquierda lo condujo de vuelta a la gran escalinata de entrada. Otro estacionamiento, casi despoblado, más allá un pequeño bosque y un caminito que conducía a otro edificio, pequeño y oculto tras los árboles. Vio un sendero de hormigas, Luises reproducidos por cientos, iban y venían concentrados en sus pies, en sus ecuaciones, en sus horarios.
Repitió ese mismo circuito siete veces, en sentido inverso al de las agujas del reloj, deteniéndose en cada vuelta sólo en el frente que daba al río: se sentaba y meditaba un cigarrillo. Después, reiniciaba su ritual. En el frente principal, subía la escalinata, pasaba ante las puertas de entrada, echaba una rápida ojeada, y volvía a descender para seguir su ciclo, y completar el conjuro. Pero el edificio permanecía intacto, impávido, sin darse por enterado del drama que se gestaba en su interior. Y por más que los duendes intentaran empujarlo a entrar, Luis no lo hizo; ofrendó su carrera y buena parte de su vida. Cada decisión es en verdad un sacrificio de vidas que no serán, héroes o malvados que nunca podremos personificar.
Poco a poco, las piernas de Luis se fueron debilitando. La sensibilidad creciente en las rodillas se aproximaba cada vez más al umbral del dolor; un tieso frío que le invadía los pies, desde los dedos hacia los talones; una sorda sensibilidad en la piel de su espalda, que se fue combinando con ligeros, y cada vez más frecuentes y extensos temblores; la roja y latente garganta le conminaba a tragar, tragar nada; húmedas y frías huellas de aire en su rostro; en fin, todo el servicio de información del cuerpo de Luis le anunció que su gripe crecía sana y vigorosa. El deseo de blandura, de calor y de cobijo cortó el círculo y lo llevó a subirse al colectivo. Estaba lleno. Luis avanzó hasta calzarse en el único hueco que encontró. Su voluntad, fláccida, apenas lo tenía en pie. Exhausto, deprimido y afiebrado, divagaba entre los negros sucesos y la oscuridad en ciernes. Se entregó con los ojos cerrados al movimiento del colectivo, que lo hundía en otra dimensión. Sus pensamientos cada vez más tenues, se convertían en un rumor de fondo, mientras otra consciencia, placentera, lo iba conectando, de a poco, con cuerpos bamboleantes y continentes, infinidad de pequeños roces, formas blandas y secretos calores, olores.
Un cuerpo se destacó entre todos, estaba delante de él. Luis hizo un registro de formas, con su pecho, con su vientre. Su cara sumó sensaciones, cosquilleos de cabellos que lo rozaban. El perfume suave de champú mañanero iba y venía con el efecto hipnótico de las olas del mar. Luis apretó aún más su cuerpo hacia delante. El placer crecía segundo a segundo, un insospechado bienestar lo inundó. Se dejó enredar en la selva de rulos y apoyó su barbilla sobre el cómodo hombro de su compañera de viaje. El placer podía más que el temor, toda una novedad en Luis. Pero el movimiento del menudo cuerpo no seguía la lógica del andar colectivo. Se movía con voluntad, con otro compás, lento y sensual, proponía nuevas sensaciones. La presión alrededor fue desapareciendo, sólo el cómplice cuerpo de enfrente seguía unido en mímica danza, hasta que una súbita frenada lo arrancó del ensueño. Luis abrió los ojos, y vio miradas clavadas en él. También sonrisas y cuchicheos. Miró en derredor, el vehículo estaba casi vacío. Sólo él y su compañera estaban de pie, expuestos.
La desilusión por el encanto perdido se sumó a su vergüenza. Abochornado, se separó de su cómplice. Ella se dio vuelta y le devolvió una mirada tierna y encendida. Era Silvia.
—¡Luis! ¡Qué sorpresa! —dijo, con picardía.
Silvia Terma era bióloga, tenía la misma edad de Luis. Habían sido compañeros, muchos años antes, en algunas materias comunes a sus carreras. Luego tuvieron cruces fugaces durante la vida universitaria. Silvia también era investigadora. La relación entre ellos siempre había sido de distante atención, nunca alcanzaron ningún contacto físico, situación que hizo de Luis un personaje único entre los hombres que habitaban la Facultad.
—¿Adónde vas?
—A casa —contestó Luis, sin salir del ensueño ni de la sorpresa.
—Pero, ¿vos no vivís en San Telmo?
—Sí, ¿por?
—Porque estamos llegando a la terminal —contestó ella, divertida.
El sentirse aún más expuesto produjo en Luis un curioso alivio.
—¿Vamos a casa? Te ves cansado, gris. Dejame que te prepare algo rico y calentito —agregó con una sonrisa.
Bajaron del colectivo en Constitución, Silvia adelante. Luis la siguió. En lugar de ir hacia la estación, cruzaron la calle hasta la parada del mismo ómnibus, en sentido contrario.
—¿No vamos a Adrogué?
—Hace rato que no vivo allá. Me mudé cerca del centro, a Retiro. Yo también me pasé de parada. Apenas un poco más que vos —agregó, con ironía.

Silvia vivía en un pequeño ambiente sobre la gran Avenida del Libertador, canal desaguadero que bordea y une el norte y el sur de la ciudad. Es un barrio de abrupta transición social entre la zona exclusiva de Recoleta y la popular estación del ferrocarril en Retiro.
El edificio tiene diez pisos de altura, como casi todos los que están sobre esa avenida. Data de los años cuarenta, despojado, gris, funcional, contrasta con un irritante restaurant post-moderno, injerto en la planta baja, que ocupa todo el frente, y deja sólo una puerta de entrada lateral para los habitantes.
Silvia y Luis subieron por la escalera hasta el primer piso; Silvia abrió una de las cuatro puertas que daban al corredor. El departamento, pequeño: una habitación, cocina y baño. El estilo de decoración era pulcro, algo cargado, aunque prolijo y armónico. Sin dudas, femenino y solitario. El living-comedor ofrecía detalles y muebles que evidenciaban su mudanza nocturna en dormitorio. Fatigado, Luis se tumbó sobre el presunto sofacama sin esperar invitación.
Silvia se quitó la campera y el suéter con rutinario descuido. Los tiró sobre una silla y fue a la cocina.
—¿Qué querés? —preguntó en voz alta desde allí.
Luis dio un prolongado bostezo, estiró piernas y brazos como para abrazar a un peluche gigante.
—Dormir con vos —contestó, como quien dice agua, él mismo se sorprendió por su naturalidad.
Silvia se asomó desde la cocina, curiosa, para constatar lo que había oído muy bien. Tiró un trapo que tenía en las manos, y volvió al living. Aún de pie, se inclinó y acercó sus labios hacia los de Luis, sin dejar de mirarlo, con un brillo de diablura en los ojos.
Él sólo miraba la boca aproximándose y trataba de anticipar cómo la suya la exploraría, qué sabores, qué suavidades, qué asperezas, qué temperaturas, humedades y viscosidades la harían singular, diferente a todas las bocas que había conocido. Y a las que aún desconocía.
—Te voy a contagiar —dijo Luis, consciente de que la advertencia era inútil.
La boca de Silvia, sorda y muda, continuó, completó su derrotero, impelida por un empellón olvidado en el pasado. Mientras lo besaba y acariciaba la cabeza de Luis, ella inclinó su cuerpo para sentarse en ancas, él la detuvo:
—No, esperá. Preparemos la cama primero.
Juntos desplegaron el sofá. Las sábanas ya estaban tendidas. Silvia buscó y colocó las almohadas. Luis tocó la tela de algodón, suave, limpia, blanda, despedía cierto aroma animal, familiar. Era la primera vez que Luis no sentía repulsión por una cama tan ajena como mítica.
—Ahora quitémonos la ropa —siguió él.
Se desvistieron sin dejar de mirarse, uno a cada lado de la cama. La luminosidad del día inundaba la habitación, resaltaba lo extraño del encuentro y la blancura de Silvia. Su cuerpo era delgado, pero el ancho de sus caderas y el redondo vientre denotaban la proximidad de los cuarenta. La piel blanca, impura como el mármol de las estatuas, con algunas pecas diseminadas en el pecho y un blanco más oscuro hacia los pliegues. El vello del pubis, lacio, negro y grueso, en contraste con la piel, dibujaba con su ondular un prominente y perfecto monte de Venus. Sus senos, armoniosos y bien conservados, pequeños, exactos y naturales. Los pezones eran chupetes erectos.
—Ahora sí, metámonos en la cama —dijo él y se encontraron bajo las sábanas.
Luis se quedó tendido; Silvia se subió sobre él. Sin decir palabra comenzó a acariciarle la cabeza mientras su boca besaba el pecho, las tetillas y el cuello. Él se dejaba hacer, con los ojos cerrados y el cuerpo inerte, extasiado. Silvia se movía libre, continuaba lo insinuado en el colectivo. Luis la abrazó y notó cómo la fiebre le subía y lo hacía temblar; buscaba más y más calor de aquel cuerpo que lo cubría. Silvia levantó la cabeza y se deslizó hacia arriba hasta que sus labios estuvieron a la altura de los de él. Comenzó a besarlo con la lengua. Luis no respondió y retiró la boca. La miró con ternura.
—Ponete a mi lado —dijo, y la ayudó a deslizarse por encima de él. Quedaron ambos de costado, enfrentados. Él tomó el brazo de ella, lo pasó por encima y lo apoyó sobre su propio hombro. Luego tomó el otro y lo hizo pasar por debajo de su cuello. Sin dejar de mirarla a los ojos, aproximó los labios y rozó los de Silvia con ternura. Retiró su rostro, y se dio vuelta; quedó de espaldas, acurrucado contra ella.
—Abrazame, Silvia —dijo, tomó los brazos de ella y los apretó contra su pecho—. Apretate a mí, fuerte, fuerte. Sí, así. Sí, así está bien. Muy bien.
“Muy bien” fue lo último que dijo Luis antes de dormirse sumido en su fiebre, muy distinta a la de Silvia.
Luis soñó con consciencia de estar soñando. Mucho más joven, caminaba por un desierto blanco y arenoso, sin vida ni huellas, la más absoluta soledad. Caminaba y caminaba, y no se acercaba ni alejaba, no había nada. De improviso, el suelo arenoso perdió consistencia, se movía bajo sus pies; Luis se hundía más y más, la arena se lo estaba tragando. La angustia y la desesperación por ahogarse desaparecieron cuando de pronto cayó en un enorme templo. La luz cenital irradiaba a pique desde una bóveda invisible. Escuchó un rumor, como queda oración, que provenía de algún rincón oscuro. Luis se acercó, vio una fila interminable de monjes encapuchados y cabizbajos. Le quitó la capucha al primero, era un viejo decrépito que por nariz tenía una masa gelatinosa que latía y crecía. Hizo lo mismo con el segundo monje: resultó ser una joven con un menjunje semejante, pero en el lugar de la oreja derecha. Luis desencapuchó uno tras otro a los monjes; descubrió más y más hombres y mujeres, y también niños, todos con viscosidades mucosas en diferentes lugares del rostro. A medida que avanzaba, las caras y las miradas se dirigían hacia él. Cientos, miles de ojos enfocados sobre él. Una voz grave y amenazante comenzó a llamarlo desde no supo dónde, Luis huyó a través de una enorme puerta. Afuera había un jardín, muy verde y florido. La voz aún lo perseguía. Tropezó y cayó, pero en lugar de pasto, lo recibió un pozo de agua tibia y placentera. Se quedó flotando, cómodo. La voz había desaparecido. Abrió los ojos. En el fondo del estanque vio brillar un objeto. Nadó hasta allí y descubrió que era una espada antigua, con una perla negra en la empuñadura. Al tomarla, el estanque comenzó a desagotarse por un agujero que apareció en el fondo, hasta perderse el último vestigio de agua. Luis se encontró otra vez en el desierto. Abrió la mano, tenía la perla. Su propio grito de júbilo lo arrancó del sueño. Insistió en abrir los ojos hasta que cayó en cuenta de que se encontraba a oscuras. El puño derecho y cerrado fue perdiendo sensación de perla, dejó paso a otras impresiones físicas. Calor. Humedad. Fría humedad. Era su propio sudor que impregnaba las sábanas, la almohada y el colchón. Después, una aguda molestia en la garganta y la dificultad para respirar. Sólo entonces recordó. Llamó a Silvia dos veces, en vano. Estaba solo.
Tanteó en la oscuridad hasta que encontró un cable y luego un interruptor. Encendió la lámpara. La habitación seguía tal cual la recordaba, hasta su ropa y la de Silvia estaban en el mismo lugar donde las habían tirado. Dentro de uno de sus zapatos había una carta:

“Lucho mío:
A vos hay que creerte, ¿no? Cuando decís dormir es dormir nomás. Todo bien, me gustó. Mientras dormías, delirabas por la fiebre. Te dejé una sopa y un par de aspirinas. Están al lado de la heladera. Quedate en casa hasta que yo vuelva. Me comprometí con papá para una de sus clásicas recepciones en Cancillería (¡uf!), pero en cuanto pueda, vuelvo y continuamos lo que empezó en el colectivo. Besos, besos, besos. Tu anfitriona”.

Luis recordó que el padre de Silvia era un personaje de alguna importancia, diplomático, o algo por el estilo. Se sentó en la cama y se vistió, estaba demasiado débil y mareado como para sostenerse en un pie. Luego fue a la cocina, se calentó la sopa y la tomó con las aspirinas y un poco de vino fino que encontró en la alacena. Estaba mejor, la fiebre había bajado y a pesar de que la nariz le chorreaba, molesta, sentía cierto bienestar de cuerpo y de consciencia.
Volvió al living y encontró un paquete de pañuelos descartables. Usó dos, y se guardó el resto. Decidió hacer la cama, y prendió una radio para entretenerse en la tarea. Falto de hábito y de destreza, el quehacer le llevó más tiempo de lo normal. Estiró las sábanas hasta que la cama quedó sorprendentemente bien hecha. Cerró el sofá. “Aquí no ha pasado nada”, se dijo; pensó que era lo que Silvia también diría al regresar.
Se puso la campera, por instinto palpó los bolsillos. “Están”, pensó; desde el mediodía no prendía un cigarrillo. Era inusual, puesto que aún resfriado, Luis se obligaba a fumar, sin ganas. Era su manera de eludir un replanteo del vicio, evitaba perder la débil dependencia química de su cuerpo a la nicotina.
Antes de salir, tomó la nota de Silvia; dudó qué contestar. Luego escribió al pie de la hoja: “Gracias, Luis”. Y salió.
La Avenida del Libertador estaba pesada de tránsito hacia el norte. Recién entonces se acordó de que era noche de sábado; dedujo que serían entre las once y medianoche, hora de salida de los cines. En la mayoría de los autos, a diferencia de los días hábiles, viajaban dos o más personas.
A pesar de su debilidad, decidió caminar; subió por la plaza San Martín, casi un parque arbolado y alguna vez barranca del río. La plaza, oscura al fondo, tenía un claro iluminado en la parte más baja. Allí, solitarios, un muro y dos soldados molestaban a la ciudad con sus recuerdos. Grabados en la piedra, los nombres insignificantes –e insignificados–, de cientos de muchachos provincianos testimoniaban el máximo tributo que pudieron ofrecerle a la Gran Capital. Luis ejecutó un reflejo culpable y miró hacia el lado opuesto, hacia la radiante Torre de los Ingleses, desde donde el reloj señalaba, curiosamente, la exacta hora local. El triángulo se completaba, a izquierda de la Torre, con el enorme recuerdo del edificio de la estación Retiro, latinizado por mercaderes noctámbulos. De don Santiago de Liniers, ni rastros.
La plaza también era zona de transición entre lo popular y ferroviario y lo turístico. Saliendo hacia la luz, y hacia el aislado ambular de la gente, Luis experimentó un cansancio extraordinario, producto de la fiebre y de la prolongada cuesta. Se recostó sobre la pared de una esquina para recuperar aire y ritmo cardíaco. Allí, enfrente, cruzando la calle, se hallaba una lujosa y antigua joyería, brillante y marmolada, con sus grandes vitrinas profusas de luz. Los vidrios invisibles de tan limpios, la mercadería ausente. Enfrente había un hombre, joven, de unos treinta años, flaco y espigado, pelo corto y húmedo, pantalones y camisa negros, como su cazadora de cuero. Sujetaba en una mano un teléfono celular, mientras que con la otra hacía ampulosos gestos dirigidos a su invisible interlocutor. Junto a él, más abajo, lo observaba un niño moreno, de unos seis años, vestido con unos pantalones jogging demasiado largos, y demasiado usados, un pulóver rojo, demasiado corto y demasiado sucio, las zapatillas sin cordones. El niño se plantó frente al hombre alargando su mano mientras intentaba llamar la atención con su voz. El joven, con la cabeza altiva, dirigía su mirada por encima de su propia altura, el chico quedaba muy por debajo de su campo visual. El niño levantó más el brazo, de forma que, por lo menos, su mano pudiera ser vista. El hombre, como parte de los gestos que apoyaban su conversación, giró media vuelta y siguió hablando, con más énfasis. El niño volvió a colocarse frente al tipo y repitió su gesto y su pedido; el hombre reiteró su giro. La escena se repitió otras tres veces hasta que el chico dio por finalizado el acto cuando vio a Luis observándolos; interpretó esa mirada como una invitación, cruzó la calle y se le acercó.
—Una monedita, señor, por favor —dijo con su único y lastimero tono.
Los ojos del niño no enfocaban los de Luis, se dirigían hacia su barbilla. Luis aguardó inútilmente la mirada del chico mientras le repetía el pedido, con ligeras variantes:
—Deme una monedita, por favor, señor; dele, deme —insistía, con sus ojos aferrados al mentón de Luis. Luis dudó. Tenía dos alternativas, ambas molestas: o se negaba, perspectiva que abría el paso a una sucesión de negativas –sabía que el arma del chico era la insistencia– o se liberaba rápido de la intrusión con una moneda, que calmaría la molestia pero no la culpa. Se decidió por una tercera opción: se puso de cuclillas y forzó la mirada del chico sobre la suya; aún así, los ojos del niño se veían nublados por un velo protector.
—¿Por qué no me da una monedita? Por favor, señor.
—¿Cómo te llamás, pibe? —preguntó Luis, en tono de confianza;  intentó una sonrisa. El chico no se inmutó.
—Dele, ¿qué le hace? Deme una monedita, señor, dele.
Luis insistió, quería penetrar con su sonrisa y con su voz las abolladas defensas del niño.
—Dale, decime tu nombre. Yo me llamo Luis —invitó a una conversación que no estaba en los papeles de nadie. Algunos transeúntes echaban rápidas miradas a los dos, y continuaban su camino, volviendo cada tanto sus cabezas.
—Por favor, deme una monedita, por favor, señor.
Luis intentó desde otro ángulo:
—No. Dinero no te voy a dar. ¿Tenés hambre? ¿No querés un alfajor?
—¿Por qué no me da una monedita? Señor. ¡Por favor! ¡Por favor! —fue la respuesta del niño, con la única variante de acentuar las notas más lastimeras de su frase.
—Ya te dije que plata no te doy, si querés algo rico, sí —insistió Luis, algo molesto.
—Una monedita, una sola, dele, deme, una monedita.
Luis suspiró y recompuso su paciencia. Retomó el intento, volvió a un tono más amistoso, pero reflexivo. Ya no sonreía.
—Sabés qué pasa, si te doy una moneda, no te ayudo en nada. Cuanto más te dé, más razón vas a tener para estar en la calle y seguir pidiendo. Seguro que algún mafioso –vos lo conocés bien–, te trae acá y después te saca todo, ¿o no? —Luis vio por primera vez en los ojos del chico un brillo expresivo. El pibe dio media vuelta, cruzó la calle y corrió hacia la zona más oscura del bajo, donde se unió a una mujer que estaba allí, sentada en un portal. Luis no la había visto antes. El chico hablaba y gesticulaba, señalaba con frecuencia en dirección a Luis. La mujer respondía girando la cabeza hacía ese lado. Luego ella se incorporó y se dirigió hacia el bajo, en dirección opuesta. El niño la siguió, unos pasos más atrás. Luis, ya de pie, los observó hasta que desaparecieron de su vista. Luego reanudó su marcha por la luminosa peatonal Florida hacia el centro que latía de sábado nocturno.
La calle parecía más luminosa y estéril, con sus enormes y radiantes vidrieras desairadas por las escasas personas que se dirigían, a paso vivo, en dirección al centro. Hacia el fondo, la perspectiva provocaba el efecto de un sendero ascendente, cada vez más poblado de transeúntes. A la izquierda de Luis una enorme tienda que abarcaba casi toda la cuadra daba testimonio, en exuberante bronce, de pasadas décadas imperiales; sus grandes cajas de vidrio y luz albergaban mercaderías escasas, anticuadas, y en las que sólo la ausencia de polvo refutaba el abandono.
Luis siguió caminando hacia arriba; se internó en el creciente anonimato, marea más y más densa de ciudadanos que escudriñaban las ofertas de diversión y sub-ciudadanos que escudriñaban la basura apilada en cada esquina. También los niños, como el que Luis había interrogado en la Plaza San Martín, crecían en cantidad, variedad y sofisticación, algunos ensayaban habilidades musicales originarias de países lejanos, invitados tardíos a una desconcertante tierra, ahora de emigrantes. La escasez de dinero en la clase paseante se evidenciaba en la ausencia de artistas profesionales, en esos momentos concentrados en la zona de restaurants de la Recoleta. Muy diferentes eran en Florida los mediodías laborales, hormigueantes de apurados oficinistas, que sólo se detenían unos instantes para apenas observar lo esencial de alguna estatua humana. La masa de empleados urgidos ofrendaba así con su admiración y con su limosna a aquellos, pocos, capaces de quedarse quietos.
Luis siguió su marcha; atravesó un pico de muchedumbre, ruido y mugre que se atraían en la esquina de la peatonal Florida con Lavalle, que concentraba la oferta de cines. Luis se internó en la zona más oscura y bancaria, la city. Un extraño sosiego sumía a los enormes edificios. Tan extraño que parecían ahora para Luis sólo edificios y no los símbolos del Poder Financiero. Todo estaba oscuro, desierto y en calma. Un movimiento fuera de foco lo sobresaltó. Vio un puño y luego un destello, y el estruendoso golpe en la boca. Se encontró de improviso tirado en el suelo. Sobre él se asomaba, por entre sus propios brazos cruzados y defensivos, el rostro furioso de un hombre que le gritaba una reducida gama de insultos.
—¿Qué te pasa a vos, idiota? ¿Qué le dijiste al pibe? ¿Eh? ¡Qué le dijiste, que te reviento!
A Luis la boca le vibraba y le latía indolora, insensible. Se tocó para verificar la sangre que no le manchó la mano pero que saboreaba en la lengua. Al fin, pudo balbucear una defensa:
—¿Qué hace? ¿Qué le hice?
—¡Qué qué me hiciste, boludo! ¡Decime vos qué hiciste! ¡Decime ahora lo que le dijiste al pibe! A ver, decímelo, llamame mafioso, ¿a ver? —prepoteó el hombre, y acercó su rostro al de Luis dando énfasis a los insultos. El tipo no era más alto que Luis, pero sí mucho más macizo, algo más joven, y mucho más fuerte. Tenía la tez morena y el aspecto achinado.
Recién entonces Luis recordó al niño mendigo. El miedo se le arrinconó en el estómago. Intentó hablar; le faltaba aire y ánimo. El otro insistía el reclamo de una rendición incondicional que Luis todavía no lograba articular.
El hombre lo tomó de las solapas y lo alzó hacia él, Luis quedó mitad acostado, mitad sentado sobre el suelo. El morocho acercó su rostro al de Luis y le susurró barbaridades con las mandíbulas apretadas, amenaza mucho más temible que los gritos anteriores:
—Vos, forro, ¿sabés quién soy yo? ¿Sabés con quién te metiste?
Luis, en silencio, intentó una defensa pasiva, a la espera prudente de que el hombre se calmara. Sin embargo, al mirar cara a cara a su agresor, vio una horrible cicatriz que le nacía por encima de la ceja izquierda, salteaba el hueco del ojo y continuaba hasta la mitad de la mejilla.
—Sos un mafioso... —musitó Luis con un hilo de voz que él mismo deseó inaudible, pero que llegó nítido al oído y al orgullo del otro.
Dos puñetazos más y esa lluvia de puntapiés acompasada de insultos, que hubiera terminado allí mismo con Luis, si de pronto el morocho no hubiese levantado la vista y escapado.
Siguió un silencio decreciente, invadido por el repiqueteo de unos pasos apresurados. El policía que había provocado la huida del mafioso ayudó a Luis a incorporarse; temblaba, preso de la conmoción, de la fiebre y de su temor a los uniformes azules. El agente inició un interrogatorio que Luis rechazó meneando la cabeza. Cuando pudo pronunciar una frase, pidió un taxi. Como si hubiera estado esperando escondida, alguna gente apareció por instinto; observaban la escena en círculo alrededor de ellos. Recién entonces Luis vio un patrullero por detrás de los curiosos, sobre la Avenida de Mayo. Hacia allí lo condujo el policía, tomándolo por debajo del brazo. Luis apenas intentó resistirse, magullado, hirviente de fiebre y exhausto. Se encontró de pronto tumbado en el asiento posterior del automóvil, el exacto lugar donde se habían protagonizado las peores pesadillas de su juventud. En el asiento delantero ahora eran dos los policías, que intentaron en vano convencerlo de ir a un hospital, otro de sus escenarios temidos. Luis insistió a cada propuesta repitiendo su domicilio, entre balbuceos y cabeceos contra la cuerina del asiento. La vibración y el balanceo del viaje lo hipnotizaron, y entre la fiebre y el estrés lograron hundirlo en un estado de lejana semiconsciencia. Los agentes dialogaban entre sí.
—¿Alcanzaste a verlo? —preguntó el que conducía.
—Creo que sí. Sí. Era el Chino —respondió el que había socorrido a Luis.
—¿El Chino por acá? El Chino tiene Retiro, ¿qué se le dio por salirse?
—No sé, pero mejor no le digamos nada al Virola. Si sabe que el Chino anda por su zona se arma el bardo. Mejor tiramos el bulto en la casa, y acá no ha pasado nada.
—¿Se la bancará? Está muy golpeado. A ver si todavía...
—No. No tiene nada roto. Hay que avisarle a los de la cuarenta y seis. Retiro es de ellos. Que se las arreglen con el Chino. Ya llegamos, acá debe ser, ¿no, don? —se dirigió con una rara amabilidad a Luis.
Los policías dejaron que Luis bajara por las suyas, y desaparecieron. Ni siquiera esperaron a que alcanzara la entrada del edificio.

 Luis vivía en el primer piso de una casa de tres. Es un caserón antiguo, de los años veinte, con cuatro departamentos por piso, todos chicos, de un ambiente. El edificio está bien mantenido y pintado, aunque bien podría haber sido un conventillo más de los muchos de San Telmo. Los habitantes de la casa eran de clase media, con educación de clase media y valores de clase media. Había jubilados, artistas, mujeres solitarias e independientes y algún estudiante.
Luis usó excepcionalmente el ascensor, una jaula de hierro negro. La puerta tijera estaba coronada con un enlozado cartel blanco que alababa la seguridad de la escalera. El interior del ascensor estaba tapizado con un revestimiento plástico, imitación madera, económico acatamiento a un postrer edicto.
El departamento de Luis tenía el agregado de un entrepiso parcial que cubría más de la mitad de la superficie, unos treinta metros cuadrados. La planta baja tenía un mínimo living, un bañito, y una cocinita, poco más anchita que un pasillito. El entrepiso era el dormitorio, ocupado mayormente por un sommier y una mesita con una lámpara sin pantalla. Todo el ambiente era de un gris desparejo, descendiente del blanco original que, acorralado en una de las paredes, testimoniaba la ausencia de un cuadro.
 Un agradable y perfumado orden de lunes y viernes le dio la bienvenida a Luis. Recordó que no dormía allí desde la noche del jueves. Se sirvió un vaso de whisky sin hielo, que le ardió en la boca y en la garganta, mientras se quitaba la ropa. Se desnudó y se metió en la ducha. Su baño duró toda la capacidad del termotanque. Al salir observó en el espejo que tenía la boca hinchada, rasguños en las mejillas apenas disimulados por la barba, y dos feos moretones, en las costillas y en el vientre. Recordó otras heridas similares de otros tiempos, en los que otro Luis las hubiera mostrado con orgullo a otro tipo de compañeros. Otros. Éstas, en cambio, eran heridas tontas, en tiempos tontos, y aquellos compañeros eran, ahora, parte de alguna tonta ensalada de huesos. Ya ni siquiera eran recordados como héroes, sino como tontas víctimas. Una sombra de recuerdo le nubló la vista, ahorrándole sufrir la culpa del sobreviviente que sus propios ojos, en el espejo, siempre le provocaban.
Se arropó con toallas y con el saldo de sus fuerzas se dirigió al dormitorio; al pasar cerca de una mesita apretó el botón del contestador telefónico. Ya estaba acostado cuando el aparato comenzó a hablar:
—¡Piiip! Hola Luis. Soy tu padre. Te llamé a la Facultad y me dijeron que esta mañana no habías ido. ¿Estás bien? Llamame. ¡Piiip! Hola. ¡Hola! Luis, ¿estás ahí? Bueno, nada. Me compré un camisoncito nuevo, negro y cortito, medio transparente, como te gustan a vos. Si tenés ganas de estrenarlo conmigo, llamame. Son las cinco y cuarto. Un beso. Paula habla, ¿qué otra? ¡Piiip! ¡Hola papi! Mamá quiere que mañana me vengas a buscar más temprano. Bueno, eehh, ¡chau! Bueno, un beso. Te quiero mucho. ¡Piiip! Luis, soy Paula otra vez. Son las ocho. Me voy a cenar, sola. Qué sé yo, llamame al celular. El camisón es tan chiquito que me lo llevo en la cartera. Ya sabés. Chau, un beso. ¡Piiip! ¡Luis, hijo! Me tenés preocupado. Llamame, por favor, quiero tener noticias tuyas. Estoy en casa esta noche. ¡Piiip! Hola. Te habla Eduardo. Son las once de la noche del sábado. 5 de junio para ser exactos. Quedamos en llamarnos para ver si nos encontrábamos, ¿te acordás? Venite a casa, yo me quedo toda la noche viendo tele con Margarita. Hasta luego. ¡Piiip! ¡Loco! Soy Sebastián. Che, genio, aparecé. Me llamó el viejo que está preocupado porque no le contestás. ¿Algún problema? Llamame, estoy en un cocktail de la Agencia, pero dejo el celular prendido. Llamame, y llamalo a papá, por favor. Vos sabés cómo se pone. Bueno, ¡chau! ¡Piiip! Luisito, Paula. Me llamó el “pez gordo”; me voy a encontrar con él para ir a la quinta. Voy a apagar el celular. Mañana te cuento. Un beso.
La máquina terminó de escupir sus mensajes a un dueño dormido que ya no escuchaba.
Domingo a la mañana.

Bocinazo, dolor de garganta, resplandor, calor, humedad. La consciencia de sí mismo llegó con atraso, y casi de inmediato, la memoria para cotejar tiempo, lugar, recuerdos. En la vaguedad de la mar de nombres, sensaciones e imágenes, no conseguía clasificar los hechos del sábado como sueño, informativo televisivo, relato de algún conocido, última novela leída o simple realidad. El mínimo intento de movimiento, respondido a coro por miles de puntadas desde todo su cuerpo, lo sacó de dudas. El teléfono sonó, y la premura por aventajar a la respuesta programada de su contestador telefónico, le hizo olvidar por un instante el dolor y su debilidad. Atendió en el momento en que su propia voz respondía con ensayada y metálica simpatía.
—¡Hola! Soy Luis Lebón —informaba la máquina.
—¿Hola? ¡Hola! —interrumpió Luis, en algún lugar su voz se escucharía menos electrónica, más urgente, menos lavada y más grave que la del mensaje grabado.
—... no estoy. Si querés, podés dejar... —seguía desbocada su otra voz.
—¡Hola! ¡Hola! ¡Soy yo! ¡No corte! —defendía Luis su genuino derecho.
—¡Hola! ¡Papi! ¿Estás ahí? ¡Hola! —una tercera voz, más aguda, irrumpió en el diálogo.
—... favor, cuando escuches la señal, comenzá a... —dijo el otro Luis, sin apremio y desestimando la situación.
—¡Juan! ¡Esperá, no cortes! —dijo Luis, ya casi seguro del triunfo.
—¡No! ¡Esta bien! ¡No corto! —confirmó su hijo.
La máquina completó su fallido intento, recién entonces pudieron hablar:
—Hola, hola Juan. Ahora sí. ¿Cómo estás? —dijo, al fin, Luis.
—Papi, ¿qué hacés ahí, todavía? Te estoy esperando —preguntó Juan, con un dejo triste.
Luis dudó un instante entre el deseo de estar con su hijo y sus posibilidades físicas de concretarlo.
—No voy hoy a verte. No puedo, Juancho —Luis no conseguía articular una excusa.
—¿Por qué, papá? Te estoy esperando desde temprano —dijo la voz lastimera de Juan.
Luis intentó elaborar una respuesta tranquilizadora. A Juan nunca le había mentido:
—Estoy muy engripado... —hizo una pausa para contener el final de la frase que, al cabo, se le escapó: —y golpeado.
—¿Golpeado? ¿Qué te pasó? ¿Qué tenés, papá? —preguntó su hijo, con la voz más aguda y apremiada.
De nuevo, Luis intentó encontrar las palabras justas, más urgido ahora por el efecto agravante del silencio.
—Un tipo me golpeó, anoche, en la calle. No es grave, pero me duele todo el cuerpo —Luis quiso restarle gravedad a sus palabras con un tono simple y rápido. Para Juan, dolor era más grave aún que golpe. Estaba desbordado por la noticia.
—Pero, papi, ¿estás bien? Decime que estás bien. ¿Quién te golpeó? ¿Por qué? —tapó el auricular con la mano y gritó: —¡Mami! ¡Mami! ¡Vení! ¡Le pegaron a papá! —no pudo seguir, las palabras se quebraron por el llanto.
—Calmate, Juan, calmate, hijo. ¡Hola! —intentó Luis retomar el diálogo. Fue tarde.
—¡Hola, Luis! ¿Qué pasa? ¿Qué le hiciste a Juan? ¿Por qué llora?
Luis dio sus explicaciones, y recibió un encendido reto por la falta de tacto. Sin averiguar nada sobre la gravedad de su estado, ella le recomendó postergar todo contacto con Juan hasta que se encontrara sanado de su gripe, de sus heridas y de su cabeza. Y cortó.
Luis se resignó; no intentó un nuevo llamado. Sabía que la sensatez era la única cualidad destacable en su ex esposa, era mejor seguir sus instrucciones.
Luego de vestirse y repasar los mensajes telefónicos, decidió tomar un par de aspirinas con gaseosa, para calmar en un solo acto su fiebre y su vacío estomacal.
Tuvo una extraordinaria percepción del sabor dulce y de los alfilerazos del gas, insólita debido a su gripe. Su estómago reaccionó con un fuerte y prolongado eructo, placentero y catártico, el estruendo habría retumbado en los departamentos vecinos. Entre maravillado y sorprendido, Luis pensó que ese ruido era el mejor comercial de gaseosa posible.
Llamó a Eduardo, quien le había dejado un mensaje; al fin y al cabo, varón, de su misma edad y amigo de larga data, el único con quien podría compartir los sucesos sin cuidado. Además, la fiebre y los dolores le demandaban algún consuelo.
Eduardo respondió a su llamado telefónico achicando a diez, los quince minutos que había entre sus respectivas casas. Cuando sonó el portero eléctrico, Luis tenía casi listo el café.
Eduardo Decive era un poco más alto y un año más joven que Luis, aunque cierta tendencia a encorvarse y su precoz calvicie invertían la apariencia. Usaba lentes gruesos y redondos, con armazón dorado y fino que, unidos al tamaño de su enorme y ampliada frente, le daban aspecto intelectual. Rasurado a la perfección, para disimular su carácter lampiño, su tez, grisácea, aceituna, estaba atravesada por profundas arrugas, que amplificaban los movimientos gestuales, en perfecto acorde con el exagerado uso que hacía de sus manos, para expresarse. Vestía camisa y pantalones de jean (cualquier vestimenta que no fuera un traje azul producía en él un aspecto disonante). Eduardo era psicólogo; había hecho una brillante carrera en un banco internacional.
No había traspasado el umbral de la casa cuando se detuvo y miró con asombro a Luis.
—¡Cómo estás! ¿Qué te pasó? —caminó hacia el sofá.
—¿Qué qué me pasó? Me despidieron de la Facultad, me fajaron en la calle, y encima me contagié una gripe galopante, con uno de los virus del laboratorio. Eso me pasó —Eduardo escuchó a su amigo y después de observar las heridas, y palparlas, coincidió –sin saberlo–, con el apurado diagnóstico del policía.
—No es nada —concluyó, echándose hacia atrás—. Lo que sí me preocupa es lo de tu trabajo. ¿Tenés café? —preguntó Eduardo olfateando el aire.
—Ah, sí. Ahora te sirvo —dijo Luis; se levantó de la silla con esfuerzo para ir a la cocina—; ¿y Margarita?
—¿No querés que lo sirva yo? —preguntó Eduardo, pero Luis ya estaba en la cocina—. Bien, Margarita, como siempre. Fiel y dedicada a su marido. Ahora debe estar esperándome para la siestita del domingo —continuó Eduardo mientras se desperezaba con los brazos detrás de la nuca.
—Ah, sí, la famosa siestita del domingo —repitió Luis distraído desde la cocina—. ¿Dos o tres cucharaditas de azúcar?
—Dos. ¿Por qué famosa? —se intrigó Eduardo.
—Yo qué sé, ¿no es una tradición? ¿Todos los domingos? ¿Querés leche o crema?
—No, solo. Lo prefiero negro —contestó Eduardo, pensativo.
Luis regresó con la pequeña bandeja con los dos pocillos de café y la apoyó en la mesa. Los amigos tomaron sus tacitas y dieron pequeños sorbos.
—¿Está bien? ¿No está muy fuerte? —preguntó Luis.
—Está muy bueno —dijo Eduardo con satisfacción, y se dio tiempo para expresar su curiosidad: —Yo, ¿qué te conté de nuestras siestitas de los domingos?
Luis fijó su mirada en la de su amigo, una inesperada incomodidad lo hizo pararse y dirigirse a la ventana.
—Se está nublando —miró el cielo, exagerando el movimiento y prolongando demasiado la respuesta.
Eduardo reconoció algún gesto evasivo.
—Yo no recuerdo haber hablado de mi intimidad matrimonial con nadie, ni siquiera con vos... —insistió Eduardo, extrañado.
Luis hizo un brusco movimiento, giró y levantó los pocillos, y fue de nuevo a la cocina.
—¿Más café? —preguntó al pasar frente a su amigo.
—¿Eh? Sí, sí —siguió a Luis hasta el marco de la puerta de la cocina—. ¿Te sentís bien? —inclinó apenas la cabeza como para capturar la mirada de Luis.
—Sí, sí —Luis no levantó la mirada mientras servía las tazas con más café—, ¿cuántas? —preguntó, otra vez señalando la azucarera; Eduardo no respondió. Lo miraba fijo. Luis reiteró su pregunta.
—Decime, Luis, ¿cuándo te conté que los domingos yo siempre tengo relaciones con mi mujer? —la voz de Eduardo era pausada y grave.
Luis tomó su pocillo sin ofrecerle el otro a Eduardo.
—Nunca me lo contaste —apuró el trago.
—Y, entonces, ¿cómo lo sabés? —retrucó Eduardo, mientras se acercaba a Luis, que levantó la mirada, y giró hacia la puerta, quedaron frente  a frente.
—Me lo contó Margarita —dijo al pasar junto a Eduardo para volver a la sala y sentarse en uno de los sillones.
Eduardo permaneció unos instantes en la cocina, tomó su pocillo y fue tras Luis, se sentó en el sofá, frente a él.
—Si vos y Margarita nunca se soportaron, ¿por qué tenía ella que contarte eso? ¿Cuándo te lo contó?
Luis sostenía su pocillo con ambas manos. Tres veces levantó la mirada hacia Eduardo. Su rostro estaba deformado por la angustia. Al fin, Luis habló, apenas miraba a los ojos de su amigo:
—Acá, hace unos años, cinco creo. Eran como las tres de la mañana y vino a verme. Estaba muy nerviosa.
—¡Eso es ridículo! ¡Cómo va a venir a verte sin que yo me entere! Y, ¿para qué? —estalló Eduardo, indignado.
—Se habían peleado. Vos no estabas, te habías ido de viaje a Chicago, creo, por el banco —replicó Luis, dejó el pocillo tranquilo, tenía las manos cruzadas sobre su estómago.
—¿Chicago? Hace cuatro años. Me acuerdo —dijo ahora Eduardo, dubitativo. Un recuerdo duro le contrajo las cejas.
—Pero no veo qué tuvo que ver aquéllo con vos. Todavía no me explicaste por qué te vino a ver.
Luis guardó un esforzado silencio. Una mano se dedicaba a acariciarle con frenesí la barba que le rodeaba la boca.
—Estaba... excitada —apenas musitó Luis, buscó el término apropiado, moderado, pero la omisión hizo resaltar la palabra suplantada.
—¿Caliente? ¿Con vos? ¿Me estás diciendo que te vino a buscar? Que te vino a...
—No pasó nada, Edu —intentó tranquilizarlo.
—¡Nada! Mi mujer vino a sacarse las ganas con vos o a vengarse o qué se yo qué, ¡y vos decís que no pasó nada! ¿Qué es esto? ¿Qué clase de amigo sos?
—¿Qué querés que hiciera? Hice lo que tenía que hacer. Nunca más se habló de esto, nunca más estuvimos a solas con Margarita. Nunca —explicó Luis como si estuviera dando garantías.
—Pero, ¿por qué tenés que decirme esto ahora? Todos estos años en secreto, con mi mujer, y yo como un imbécil. Y ahora, ¿para qué?
Luis lo miró con la boca abierta. No encontraba una respuesta.
—Yo... lo siento, Edu. No sé por qué te lo dije —Luis se desinfló en su asiento.
Eduardo avanzó hacia él con los puños cerrados, temblaban de furia.
—Sos... sos —dijo y desvió su energía hacía las piernas y hacia la puerta que cerró tras de sí. Vibraron las paredes.
Domingo al mediodía.

Un par de horas después de la partida de Eduardo, Luis sufrió el impulso de salir de su departamento. Invitado por un cielo perfecto de junio, y expulsado por el ahogo que su propia casa le producía, testigo del todavía tibio crimen que acababa de cometer. Su fiebre se había estabilizado; el movimiento le ayudaba a sedar los dolores del cuerpo. Por otro lado, el hambre era genuino y urgente.
El abrazo del sol le dio el consuelo que su  piel necesitaba. Fue a un restaurant cercano que ofrecía una opción de almuerzo al aire libre, en la tranquila vereda dominical de una calle sin tránsito. Una vez acomodado, y decidido a complacer a su cuerpo y a sus sentidos, pidió jamón serrano, ñoquis con tuco y un vaso de vino fino tinto. Para matizar la espera, y en tren de experimentar, más que por un genuino deseo, encendió un cigarrillo.
La primer bocanada le produjo un fugaz cosquilleo en la garganta, para luego hacerse notar en minúsculos e infinitos puntos de su cuero cabelludo; vibraron en forma creciente hacia la coronilla con efecto de placentero e imperceptible escalofrío dejando una estela de movimiento, un vaivén, cual comienzo agradable y controlado de un mareo. Al expirar, Luis también notó que las sensaciones se reproducían en sentido inverso y atenuado. Repitió el acto tres veces más, los efectos se reprodujeron en forma exacta y estable, sólo que los lapsos que se permitió entre bocanada y bocanada duraron minutos enteros. Apagó el cigarrillo, aún por la mitad, pleno de consciencia y satisfacción. Extraño placer, en especial para un fumador compulsivo como Luis.
El vino también lo inundó con una sinfonía de sutiles sensaciones y tibiezas, cada rincón de su cuerpo revitalizado de sol y de buenas nuevas. No menos maravilloso fue el brío del jamón serrano, agudo en su ataque inicial, para luego esparcirse portando los sutiles secretos de su historia. Y los mansos ñoquis, que se deshicieron en oleadas entusiastas de sabroso calor. Cuando terminó de comer, Luis se encontró con el ánimo y el cuerpo renovados, como quien sale de un concierto perfecto, con el alma plena de música, reconciliada con la Humanidad.

Llegó a su casa, pero antes de abrir la puerta del hall, decidió ir por los diarios. Como todos los domingos, fue a su quiosco habitual, que no era el más cercano, sino el preferido de Luis. Lo atendía una muchacha por la que tenía una juguetona atracción, nutrida, cada domingo, desde hacía dos años. La joven, la Morocha, Luis ignoraba su nombre, no era nada especial; a él le gustaba su feminidad, franca y primitiva. La chica estaba hojeando una revista, al percibir la presencia de alguien, dijo mecánicamente, sin levantar la vista:
—¿Qué querés?
Luis estiró lo posible el tiempo de respuesta y de contemplación. Sus ojos apuraban el recorrido desde la mullida boca hasta los insistentes senos, que imponían su forma y sus detalles al grueso y holgado buzo blanco. La Morocha miró a Luis, alertada por el prolongado silencio:
—Ah, hola. ¿Qué querés? —insistió, esta vez con una sonrisa personalizada, que tuvo un curioso efecto en Luis, se sintió expuesto y transparente.
—A vos. Te quiero a vos —no estaba seguro de escuchar a su propia palabra o a su consciencia.
La chica amplió su sonrisa, descubrió la perfección de sus dientes, armónico y exacto complemento de la piel.
—¡Cómo estamos hoy! Parece que, al fin, te decidiste —dijo, con una frescura espontánea  y cómplice. Sus ojos negros crecían como queriendo abarcar la figura entera de Luis—, ¿tenés algún plan?
—Muchos. Uno distinto por cada domingo que vine aquí. Pero hoy no traje ninguno, más bien diría que estoy entregado a lo que vos quieras —dijo Luis en tono confidente.
Ella se apoyó sobre el mostrador; el efecto fue sugestivo, visible sólo en la imaginación de Luis.
—¿Y qué te hace pensar que yo también quiero? —interrogó ella en secreto.
—Tu voz. El tono y la melodía de tu voz. Tu mirada, el brillo en tus ojos, tus pupilas dilatadas. Y el sólo hecho de que esta conversación continúe.
Ella dudó un instante, sin entender el significado de la frase, pero halagada por las referencias a las partes más románticas de su cuerpo. Luego tomó un diario y escribió rápido en el margen un número telefónico.
—Después de la diez, todos los días —le regaló el periódico y una sugestiva sonrisa de complicidad, interrumpida por la llegada de un nuevo cliente.
Mientras caminaba a casa, un pequeño perro, de pedigrí urbano, se le acercó y comenzó a olfatearle las piernas mientras movía rítmicamente la cola. Luis se puso de cuclillas y acarició al animal, notó un par de pies frente a él. Un hombre mayor, la sonrisa simple y amplia como los meneos de su perro, lo observaba orgulloso y agradecido.
—¿Le gustan los perros? —preguntó el señor.
—No —contestó Luis—, no me gustan. Pero éste, sí —y se puso de pie para recibir una aún más amplia sonrisa del anciano.
Una pequeña, de unos tres años, se les aproximó y acarició al perrito, después le dijo a su madre que la seguía unos pocos pasos atrás:
—Liido pedito. ¿E de vedá?
La mujer tomó a la niña en brazos mientras la retaba:
—No toques al perro. Claro que es de verdad. ¿Qué va a ser? ¿A pilas? Pero es sucio. No se toca.
El viejo intentó una defensa de la higiene del animal, pero la mujer y la niña se habían marchado. Luis, en tanto, cruzó una mirada de resignación con el hombre y retomó su camino. Mientras llegaba a su casa, y subía las escaleras, Luis recordó que no había contestado los llamados; le ensombreció pensar en el esfuerzo que le demandaría, en especial, con su padre. Su madre, peor aún, no tardaría en aparecer en escena, aunque descartó que compartiera con su ex marido esta preocupación, dado que desde hacía diez años ellos dos casi no se hablaban.
Al abrir la puerta de su departamento, notó que estaba abierta, sin llave.
—¡Sorpresa! —una hermosa joven lo miraba sonriente, desnuda bajo un pequeño y traslúcido camisón negro. Paula.
—¿Cómo entraste? —preguntó Luis, aún asombrado.
—Con la llave que me diste la última vez, tonto. ¿No te acordás? —jugueteó con el llavero como si fuera la sortija de una calesita—. Bueno, ¿y qué te parece? —agregó, mientras se acariciaba con ambas manos, desde los pechos hasta el interior de sus muslos.
—El camisón me parece corto, suave, fino, transparente. El contenido, un hembrón —replicó Luis sin moverse del umbral.
—Ay, me parece que el fino caballero Lebón no vive aquí —dijo ella con afectación de dama. Se acercó a él, que no resistió tomarla y besarla con suavidad.
 —¿Y qué puedo hacer por usted? —dijo ella, separándose apenas.
—Contarme, contarme mucho —Luis la levantó y se sentó en el sofá con Paula sobre su regazo. Su propio cuerpo protestó con agudas puntadas, que desestimó.
—¡Uy, papi! Tengo unos cuentitos nuevos que te van poner loco —dijo ella, con impostada voz infantil.
Paula Magdala era pequeña, delgada, con formas perfectas. Tenía el cabello teñido de negro azabache, aunque en realidad era muy rubia, detalle que Luis y muchos otros conocían más que bien. Su piel, blanca, suave, firme, y a la vez blanda, femenina. Sin una peca ni un solo defecto. Su rostro era el de una biscuit, pero más experimentado y perverso. Y sus ojos, rasgados, verdes, mediterráneos, hipnóticos.

Luis y Paula se conocían desde hacía casi un año. El encuentro había sido casual, en cierto modo. Luis estaba en una esquina céntrica, esperando el semáforo, cuando la vio a unos pasos, celular y conversación en mano, mirándolo con provocación. Ella seguía con su charla mientras le sonreía como si fueran cómplices de una broma. Luego comenzó a caminar por una peatonal. Luis pegó media vuelta, curioso y muy atraído. Ella seguía con su charla, cada tanto se daba vuelta como para confirmar el efecto de sus señales. Luis la alcanzó justo cuando ella cortaba.
—Hola, ¿Cómo te llamás? —fue lo más original que se le ocurrió.
—Ciento cincuenta —respondió, sin modificar un milímetro su sonrisa.
Luis solía ser despistado con los códigos sociales, en especial, fuera de la Facultad. Cuando cayó en la cuenta de su error, la tensión del encuentro se le había disipado; respondió, espontáneo:
—¡Y yo que ya me la estaba creyendo! No, disculpame, valés eso y mucho más. Sos un sueño. Pero soy un rata, y no lo que estás buscando —agregó, divertido.
—No sabés lo que te perdés —siguió ella, intentando vender lo suyo.
—Lo que ya estoy perdiendo es la cabeza —le contestó Luis, exagerando un tono serio—, lástima, no tengo plata. Mirá —le había dicho, mientras le mostraba la billetera—, ¡treinta pesos! Es todo lo que tengo hasta fin de mes.
—También acepto tarjetas de crédito —agregó Paula, desplegando toda su estrategia comercial.
Luis la observó, curioso, divertido.
 —No tengo tarjeta, flaquita. Esto es todo lo que tengo —luego reflexionó—, pero, la verdad, vos te merecés todo lo que tengo.
Ella respondió con una mueca.
—En serio, hagamos una cosa. Yo te doy mis treinta pesos por, digamos, diez minutos con vos.
—¿Diez minutos? ¿Qué sos? ¿Un conejo? En diez minutos no alcanzo ni a sacarme la ropa —contestó molesta.
—No, mirá. Diez minutos, en ese café. Nos sentamos y tomamos un café y charlamos diez minutos, nada más. Tomá, acá tenés los treinta. Dale, ¿dale?
Ella se sorprendió a sí misma, tomó los billetes y aceptó la propuesta.
La charla de diez minutos duró cuatro horas, sólo porque los habían echado del bar para cerrar. Ella pagó con uno de los billetes de Luis.
—¿Y si seguimos en otro bar? —propuso Luis.
—No, ahora me toca a mí. Vamos a mi departamento. No te preocupes por el dinero, gentileza de la casa —agregó ella, tomándose del brazo de Luis.
Desde entonces, no dejaron de encontrarse, por lo menos una vez al mes. Más allá del sexo, la relación era compañerismo, comprensión y ternura. Luis disfrutaba de las anécdotas y experiencias cotidianas de Paula, que ella sabía relatar con realismo y gracia. Eran los “cuentitos de Paula”, que excitaban la curiosidad, la imaginación y el deseo de Luis. Para él, era como espiar un mundo por completo ajeno a su laboratorio. Para ella, reacondicionar su persona con alguien que la valoraba, que la escuchaba sin reproches, que se reía con su espontaneidad y se preocupaba por sus cosas. Ambos disfrutaban del sexo y de la ausencia de compromisos de esa relación.

—Dale, contame un cuentito —le dijo Luis, mientras le acarició la cabeza y se acomodó en el sofá.
—Momento, momento. Tenés que pagar por adelantado —bromeó ella.
—No, no. Pago contra entrega. A lo sumo, una seña —le dio un profundo beso.
Ella se relajó en los brazos de Luis. Luego se levantó y se sentó a su lado.
—Esto sí que te va poner loco —contuvo la risa.
—A ver, a ver. ¡Ah! Ya sé. Tiene que ver con tu “Pez Gordo”, ¿no? —dijo Luis, recordando los mensajes telefónicos.
—Sí, sí —dijo ella, como si no tuviera la menor importancia.
—¿Te llevó a su quinta? ¿Otra vez? —continuó adivinando Luis.
—Erraste. “El Señor Secretario Privado” no me llevó esta vez a su quinta. Me llevó a “La Quinta” —dijo misteriosa.
—¡No! ¿A la Residencia Presidencial?
—Ahá —confirmó ella—. El “Pez Gordo” me llevó a la “Pecera Mayor” —hizo una rápida señal de ancho de espadas con las cejas.
—¿Y qué había en la “Pecera Mayor”? —siguió el juego Luis.
—Y, “peces” —contestó ella, para estirar el suspenso.
—¿Muchos “peces”?
—Un-car-du-men —dijo Paula, hizo un amplio gesto con los brazos.
—¿Todos gordos? —continuó él, cada vez más expectante.
—Muy gordos... y muy hambrientos —replicó, exagerando sus gestos como cuando se le lee una fábula a un niño.
—Todavía no empezó y este cuento ya me hizo efecto. Y ¿qué le hiciste a los “peces gordos”? —preguntó Luis, que ya no sabía si quería escuchar o dejar que su propia fantasía se disparara por las suyas.
—Me los comí. A todos. No dejé ni a uno vivo. Claro que guardé para lo último —hizo un silencio teatral—, ¡al más gordo de todos! ¡Al “Excelentísimo Señor Pezigordente”!
Se había quedado dormida, cansada de esperar. La persiana americana dejaba filtrar el sol dentro del cuarto, que se proyectaba cubriendo con rayas de cebra la cama, las sábanas y las nalgas de Margarita. Eduardo la observó un buen rato, sumido en ira y deseo. Viéndola así dormida e indefensa, boca abajo y semidesnuda, el deseo llevaba las de ganar. Podía simplemente poseerla ahí mismo y conjugar sus emociones en una violación. Se sentó en la cama para observarla mejor. Quizás ella no estaba realmente dormida y sólo fingía, porque apenas él se apoyó en el lecho ella abrió los ojos:
—¡Ah! Llegaste. Pensé que ya no venías. Cuando te juntás con Luis nunca se sabe.
Un indeciso silencio fue toda la respuesta de Eduardo.
—¿Por qué me mirás así? ¿Todavía querés que hagamos la siestita? Aún tengo puesto el diafragma.
Eduardo desvió la mirada y la respuesta. Pensaba en Luis.
—A ver, ¿qué te pasa? ¿Necesitás un poco de estímulo? —dijo ella mientras descorría el resto de la sábana. Tenía puesto un mínimo baby doll, insuficiente para cubrir más abajo de su ombligo. No tenía bombacha. El triángulo de Venus estaba perfectamente afeitado, como el tesoro de una virgen infantil. Ella comenzó a acariciarse el vello ausente, con el dedo mayor. De a poco, el dedo fue ganando autonomía y actividad. Él apartó la mirada y se concentró en la luz que entraba a través de la persiana. Ella también dejó de mirarlo. Cerró los ojos y se concentró en la pantalla de sus fantasías. El movimiento cada vez más frenético de su mano comenzó a armonizar con el del cuerpo. En apenas un minuto, ella estalló en estertores y gemidos. Luego se relajó. Siguieron sin mirarse, cada uno concentrado en su propio silencio, de muy distinta índole.
—¿Los chicos? —preguntó Eduardo.
—¿Y dónde van a estar? En el club —contestó, molesta.
Nuevo silencio sin cruzarse las miradas. Esta vez, lo rompió ella:
—¿Qué te pasa?
—Nada. No quiero hablar.
—Algo te pasa. Decímelo —casi una orden.
Él se levantó sin decir una palabra, pero ella lo retuvo del brazo.
—Ah, no. Así no me dejás. Decime ya qué tenés.
—Prefiero no hablar.
—¡Yo sí quiero hablar! Te esperé toda la tarde, me acabo de masturbar frente a tus narices, ¿y vos ni te mosqueás? A mi me das explicaciones, querido. ¡Ahora! —gritó Margarita con inusitada brusquedad.
—Haceme caso. Mejor lo dejamos aquí —trató de recomponer la calma, que él mismo no sentía.
—Es Luis, ¿no? ¡Me tienen repodrida tus amigos! ¡Les das más bola que a mí! —gritó Margarita, descontrolada.
Eduardo reaccionó con furia contenida:
—No te metas con mis amigos.
—¡Tus amigos! Dejame que te cuente un par de cosas sobre tus amigos.
Eduardo hizo un amague hacia la puerta, pero ella se le adelantó, la trabó y tomó la llave.
—¿Qué hacés? ¡Te dije que no quiero hablar! ¡Abrí! —gritó Eduardo desesperado. Margarita, con la llave en su poder, pareció calmarse. Su mirada era un témpano:
—No, querido. Ahora me vas a escuchar.
—Margarita, por lo que más quieras. No sigas con esto —rogó.
—Ya es tarde. Por primera vez en años, vos y yo vamos a hablar. Sobre todo, vamos a hablar de tus amigos —lo tomó de los hombros y lo obligó a sentarse, con una fuerza que Eduardo le desconocía.
Paula contó el mejor cuento de su carrera profesional. Con gracia, momentos de suspenso, medias frases y gestos sugerentes o explícitos, siempre delicados, mientras Luis absorbía cada palabra, cada detalle, como un chico que va por primera vez al circo.
El Secretario había arreglado las condiciones con Paula, antes de llegar a la Quinta Presidencial; ella debía, en todo momento, obedecer y someterse a la voluntad de los participantes, quedó aclarado que nada que pusiera en riesgo su salud iba a ocurrir. Todo el tiempo el Secretario daba sus instrucciones con naturalidad, como describiendo un libreto, o más bien, una escena conocida. Sin embargo, no supo, o no quiso, precisar cuántos ni quiénes serían los participantes:
—No sé —le contestó—, depende de vos.
—¿Y cuántas chicas más? —preguntó Paula.
—Vos sola —dijo él, y le colocó un fajo de billetes de cien dólares sobre la falda.
 “Entramos en la Quinta Presidencial por una puerta lateral. Yo me desilusioné: no fuimos a la Residencia, sino a una casa más chica, escondida entre los árboles. Allí me hizo pasar a un gran salón, a media luz, seguro que está preparado para estos entretenimientos. Había un bar, enormes sofás dispersos por distintos rincones, almohadas y almohadones por todas partes. Todo el salón estaba alfombrado con una moquete negra y mullida. Algunas lámparas de pie, aquí y allá, permitían caminar sin tropezarse. El Secretario me convidó con un trago y me invitó a sentarme con él en un sofá; comenzó a acariciarme y a besarme, mientras, me quitaba la ropa. Entretanto, otro personaje entró al salón, se sirvió una copa y se acercó a observarnos, de pie. Lo reconocí de inmediato: era el Súper Ministro. Después de un rato, se nos arrimó y me dio instrucciones, que yo obedecí a su gusto. A medida que avanzó la noche, entraban uno o dos personajes, charlaban entre sí, bebían, se aspiraban un par de líneas, y venían a mí; yo hacía todo lo que ellos me ordenaban. Lo que fuera.”
—Pero, ¿cuántos eran? —interrumpió Luis.
—Bueno, a ver, estaban el Secretario, el Súper Ministro, este otro, el que va a todos los viajes, nunca me acuerdo los nombres, el gordito, creo que es el cuñado o el primo; también estaba ese que es juez, que salió mucho por la tele el año pasado, y el otro que es capo milico, estaba de civil, y este otro —titubeó; contaba con los dedos a medida que decía: —... seis y siete. Siete. Sí, eran siete.
—¡Todos juntos! —exclamó asombrado Luis.
—No, no, nunca más de tres. También tengo mis límites —agregó con desparpajo—. Iban y venían. Paraban, se tomaban algo, charlaban entre ellos, se aspiraban unas líneas, luego volvían a la carga. Me decían qué era lo que querían, hacían algún comentario grosero entre ellos, luego algunos se retiraban, otros se quedaban, y así toda la noche.
—¿Y el Presidente? —preguntó serio Luis.
—Yo no lo había visto entrar. Cuando lo vi, seguro que hacía rato que estaba ahí, sentado en un sofá, mirándome fijo. Yo seguí en lo mío, como sin darme por enterada. Más tarde, y cada tanto, comenzó a dar instrucciones, o a hacerle alguna broma a los que estaban trenzados conmigo. Se quedó ahí toda la noche, sin hacer otra cosa que eso.
—¿Así que con él nada? —preguntó Luis, forzado por el relato.
—No, esperá —continuó ella—. De a poco se fueron los demás hasta que nos quedamos solos, él y yo —hizo un calculado silencio—, no fue gran cosa. Lo de él parece que era todo lo anterior, porque apenas lo toqué, hizo un par de estertores, y acabó. Enseguida se marchó. Volvió entonces el Secretario, me hizo vestir y me acompañó hasta el auto que me llevó a casa. Todo muy raro, pero lo más raro fue que en todo momento, la única que estaba desnuda, era yo.
Paula cambió su gesto reconcentrado por una sonrisa cansada. Miró a Luis, que ahora tenía los ojos clavados en la pared sin cuadro.
—¿Y? ¿Qué te pareció mi cuentito? Te maté, ¿no? —dijo como esperando el oro en recompensa por una proeza olímpica. Luis permaneció callado, inmóvil. Sólo sus párpados parecían activos, con movimientos rápidos interrumpidos por otros prolongados y cada vez más amplios, que agrandaban sus ojos hasta los límites máximos. Luis sintió asco, genuino, físico, real y creciente. Nació en su paladar, vibró en su campanilla, bajó por su garganta, se detuvo en la boca del estómago, y luego se expandió hasta abarcar todo el vientre, contrajo el centro del abdomen, revoleó las tripas, volvió a subir por la garganta, forzó la boca y regó con una papilla viscosa de ñoquis, vino y jamón el trayecto hasta el baño.
Luis permaneció de rodillas –la cabeza casi adentro del inodoro, las fosas nasales ardientes–, escupió los restos de hiel, los dientes rechinaban en protesta.
Una mano suave se apoyó sobre su frente. Permanecieron así, hasta que Paula decidió poner en juego su perfil maternal. Llenó la bañera y limpió los restos de vómito del living y del baño. Luis permaneció donde estaba hasta que Paula lo ayudó a pararse y a sacarse la ropa.
—¿Y esto? ¿Qué te pasó? ¿Quién te hizo esto? —rozó con sus dedos los amplios moretones de Luis. Él se sentó y se relajó en el calor amistoso del agua; después relató su encuentro con el Chino. Su voz era apenas audible, balbuceante, hablar le requería tan evidentes esfuerzos, que Paula lo hizo callar con un suave gesto sobre la boca.
Más tarde lo ayudó a acostarse y vigiló con caricias y tenues besos la plácida caída de Luis hacia el más profundo sueño. Luego se acostó a su lado, lo abrazó, sonriente y agradecida por haber podido ejecutar aquel ritual atávico, tan inusual en su vida. Permaneció así un par de horas, semi velada, semi dormida.
   
Ya estaba vestida y a punto de descender del dormitorio, cuando escuchó que Luis la llamaba.
—¿Te vas? —preguntó, lúcido.
—Sí, me gustaría quedarme, pero tengo que atender compromisos —no acertó el tono, que no fue ni sugestivo ni evasivo, sino duro.
—¿Vas a trabajar? Después de lo de anoche, ¿no deberías reponerte un poco? —preguntó él, ya sentado sobre la cama.
Ella se acercó y también se sentó. Comenzó a hablar seria y nerviosa:
—No. No llegué a contarte algo. Lo más importante. Cuando me iba, el Secretario me dijo que todos habían quedado muy impresionados conmigo, en especial el Presidente. Me invitó a acompañarlo esta noche a la inauguración de un nuevo casino.
—¡Sos Cenicienta!
—¿Te imaginás? ¡Va a estar toda la farándula! Y yo ahí, cerca de él, mejor que como Primera Dama.
—Primera Puta —dijo Luis, y se sorprendió de usar una palabra que siempre trataba de no pronunciar ante Paula.
—Sí. ¿Y qué? Es mi oportunidad. Si me sale bien, me salvo. Me voy. Te llamo en cuanto pueda —dijo muy seca, le dio un corto beso y se fue.
Luis permaneció sentado en la cama, la cabeza giraba, se bamboleaba sobre su eje cada vez más, más y más. Buscó apoyo en sus brazos, apenas le ayudaron a sostenerse, para luego plegarse a la flaccidez que dominaba su cuerpo y ceder; Luis se derrumbó sobre la almohada. Su mente no se detuvo en la mullida superficie, continuó cayendo, cayendo y cayendo, suave, plácida, hacia un infinito abismo. Desde allí, mucho más tarde y rodeado de oscuridad, percibió un ahogado y rítmico timbre, una voz grave que lo nombraba a través de un líquido denso, palabras qué sólo parecían sonidos, y un impulso hacia arriba que su voluntad rehusó acompañar.
Ya era casi medianoche cuando el padre de Luis dio por fracasado su intento y colgó.
Domingo a la medianoche.

—¡Esto es Las Vegas! —exclamó Paula al entrar al gran salón. No era experta en decoración: no hacía falta serlo para interpretar las intenciones del arquitecto del casino, tan a tono con los tiempos de hermandad carnal. Paula estaba floreciente. Esto era el Gran Norte, lo más lejos de lo que podía haber soñado en su nativa Lanús. Ya no importaban los medios por los que había llegado allí. Tampoco la gripe incipiente que se le declaró esa tarde. Con un par de antigripales tendría todo bajo control. No alcanzó a dar dos pasos dentro del salón de juegos, cuando se topó con el Secretario Privado. Canoso, ojos vivaces; impecable, traje y corbata italianos. Alto, en excelente estado físico y perfecto bronceado de invierno. Hablaba sencillo y empastando las eses. Al muchacho de barrio le había ido bien. Con gestos innecesarios se acomodaba de continuo el cabello. La estaba aguardando:
—Escuchame bien. El Presi ya llegó. Está en las mesas de baccarat. Lo tuyo es sencillo y claro. Te parás cerca de él, todo el tiempo. No muy cerca, no te quiero en ninguna foto. Sólo cerca, que él te vea. Cuando te necesite, te llama. Y vos, dispuesta para lo que él quiera. ¿Entendido?
—Entendido —contestó Paula, agradecida. Caminó hasta el sector señalado, de inmediato vio al Presidente. Tal como le ordenaron, Paula se ubicó, bien visible, a pocos pasos frente a él. ¡Eso era una maravilla! ¡Estaban todos! Alrededor del Primer Mandatario el lugar estaba poblado de personajes de todo tenor y calibre. Gobierno, empresariado y farándula se entremezclaban sin solución de continuidad. El Presidente, en una pausa de su charla, le dirigió la mirada y un breve guiño. Paula sonrió tentada.
—¡Señor Embajador! ¡Qué alegría que nos acompañe hoy! —exclamó el Primer Mandatario interrumpiendo su charla con un conocido periodista de la televisión. Frente a él, un hombre de impecable smoking se le aproximó:
—Mister President, siempre es un placer encontrarnos —contestó el Embajador. El Presidente salió al encuentro del invitado, le estrechó la mano, y luego lo apartó del gentío unos metros, tomándolo del brazo. Le dirigió a Paula una breve mirada para constatar que ella seguía allí.
—Mister Wright, ¿está todo en orden? —murmuró el Mandatario.
—Perfecto. Listo para el gran día. El Canciller llega el miércoles. Está arreglado.
—¡Qué bueno! Lo otro ya está acordado —dijo el Mandatario casi entre dientes.
—¿Todo?
—¡Todo! Hasta la última gota que puedan extraer. Delo por hecho. ¿Y los nativos? ¿No habrá problemas? —dijo el Presidente, aguzando la mirada sobre su invitado.
—¿Problemas? Con el porcentaje de cada barril que les daremos, cantarán como buenos patriotas vuestro himno —dijo el Embajador, cuidando que nadie lo escuchara—, ¿qué garantías a futuro tenemos, señor Presidente?
—Tranquilo, señor Embajador. Tendrá su base por tiempo indefinido. Le aseguro que con la sensación que causará este acuerdo, tengo para varias reelecciones más —palmeó al diplomático—. Pero ahora dediquémonos a pasarla bien. Me tuvo usted preocupado.
—¿Sí? ¿Por qué? —preguntó el Embajador.
—Lo esperábamos anoche. No sabe lo que se perdió.
—¡Pero doctor! No es conveniente que me vean a esas horas en la Residencia. Es peligroso.
—Sí, ya sé. Pero esto fue muy especial. Muy a su gusto, señor Embajador. No importa, hice algunos arreglos para que usted conozca a la chica.
El Embajador escuchaba con interés creciente. Y no dejaba de mirar a su alrededor con sospecha. Se dejó llevar por su interlocutor, derecho hacia un largo pasillo. Observó que el Presidente hacía un gesto a alguien detrás de ellos. Al final del corredor había una puerta, detrás una lujosa suite VIP. De gusto dudoso, aunque sobrio comparado con la rechinante exuberancia del resto del casino, estaba dominada por penumbras.
—No se va a olvidar de esta noche, Steven. Esta joven es excepcional. Allá en ese placard hay todo tipo de “herramientas”, las que necesite. Ella hará lo que le pida.
—Pero, ¿quién…? —intentó el Embajador, en el preciso momento en que Paula se asomaba a la puerta, sonriente:
—Hola Presi. ¿Puedo?
Al diplomático lo sorprendió la belleza de Paula. Al Presidente, su inesperado desenfado. Le indicó que se acercara.
—Aquí está, Steven. Es ella —arrimó a Paula hacia el Embajador.
—¡Beautiful! ¡Encantadora niña! —exclamó Wright.
—Todavía no ha visto nada, milord. Esta chica es jamón del medio, como decimos aquí. Bueno, los dejo solos.
—¿Usted no se queda, Presi? —interrumpió Paula con desparpajo.
El Mandatario la miró, turbado.
—¿Yo? No. Quedate con el señor.
—Si a usted le gusta mirar. ¿Por qué no se queda? —dijo Paula, tan natural como si lo conociera de siempre.
La ruptura de los códigos tácitos incomodó a los hombres. El Presidente rompió el breve silencio:
—No sé a que te referís. Tenés instrucciones precisas.
—No se enoje, Presi. Como a usted lo único que le gusta es mirar, pensé que sería de la partida —dijo Paula, en tono de confianza.
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Estás borracha? —preguntó el Presidente.
—Yo no tomo cuando trabajo. ¡Soy profesional! ¿Entiende? —dijo Paula con toda seriedad. Luego una idea le iluminó el rostro:
—¡Ya sé! Debe haber cámaras por todos lados y usted nos va a espiar por ahí, ¿no?
Los dos hombres, aún entrenados para imprevistos, enrojecieron en simultáneo. El primero en reaccionar fue el Embajador:
—¿Qué significa, señor Presidente? ¿Cámaras? ¿De qué se trata todo esto?
El Primer Mandatario no contestó. Tomó al embajador del brazo y se lo llevó del VIP. Apenas pudo murmurar:
—Hay un malentendido, señor Embajador. Disculpe y acompáñeme —hizo un gesto a Paula para que se quedara allí.
El Presidente despachó al inglés tratando de minimizar el episodio. Enseguida, mandó a llamar al Secretario Privado.
Lunes a la mañana.

El primero encontró lugar en la lógica del sueño. El segundo traspasó el umbral de la consciencia como un ruido molesto. Al tercero lo identificó, claro mensajero. Pero recién al cuarto timbrazo Luis despertó con pleno conocimiento del origen y del destinatario de la urgencia. Bajó del entrepiso y atendió el portero eléctrico.
—Soy yo, abrime —dijo la voz grave de Eduardo.
Luis apretó el botón invadido por una dosis de adrenalina, mezcla de excitación y de temor. Antes de que pudiera interpretar el tono de la voz de Eduardo, sonaron los golpes en la puerta. Abrió. Eduardo estaba sombrío y demacrado. Cruzaron secos saludos; Eduardo entró al departamento en silencio. Luis apuró su interés:
—¿Cómo estás?
—Bien —Eduardo observó los libros y los objetos esparcidos sobre la mesa de la computadora.
—¿Y vos? —agregó con estudiado formalismo.
—Me siento mejor —contestó Luis.
Eduardo lo miró un instante, escrutándolo. Siguió examinando los objetos que estaban sobre la mesa, buscó aliviar la tensión:
—Este te lo regalé yo, ¿no? —señaló un libro—, me acuerdo. Fue en el año ochenta y...
—Cuatro —completó Luis—, para mi cumpleaños. Le escribiste una dedicatoria.
—¿Sí? Me había olvidado de que entonces escribía dedicatorias.
Eduardo se alejó de la mesa, fue hacia la ventana.
—Hay mucho olor aquí. A encierro, a pucho. ¿Puedo abrir? —sin esperar respuesta abrió la puerta ventana.
—Sí, abrí, nomás —contestó Luis. Se sentó en el sofá, observaba los movimientos de Eduardo, que recorría la habitación y miraba todo como si estuviera en un museo. Miraba todo, salvo a Luis.
—Deberías dejar de fumar, engripado como estás. Mirá. Dejaste un pucho en la mesa y la quemaste —dijo como si fuera un director de colegio.
—No fui yo, es de Paula —comentó Luis, distraído por el recuerdo de su amiga.
—¿Paula? ¿La putita? ¿Está acá? —preguntó Eduardo, molesto y en voz más alta.
—No, no está. Se fue anoche —su respuesta fue demasiado inocente, y molestó aún más a Eduardo.
—Así que vino tu gatito. La habrás pasado fenómeno, supongo. La próxima vez que venga, avisame. Así la pasamos bien los tres. A vos no te importa compartirla, ¿no? Yo pago, no te preocupes —la voz de Eduardo intentaba sonar sarcástica, pero fallaba y alimentaba su propia furia contenida.
—No me cobra.
—¿Ah no? ¿Y se puede saber por qué? ¿Tan especial sos? —estaba en el umbral del grito.
—Sí, soy especial para ella, como vos también para mí —Luis intentó acercarse a su amigo.
—Especial, sí, claro. Ya que se trata de compartir mujeres deberías ser más justo. No sé qué te ven de especial, pero me gustaría averiguarlo. ¿O preferís que traiga a Margarita en canje? ¿Es eso? ¿Querés que hagamos una cama redonda? Vos, Margarita, tu putita y yo, ¿qué opinás?
—No. No, Eduardo. Yo no quiero saber nada con Margarita ni con todo esto.
—¡Mentira! ¡Por algo ustedes ni se hablan! ¡Por algo me lo ocultaron todos estos años! ¡Por algo me lo contaste recién ayer!
—Mirame, Eduardo. Calmate. Creeme. No hubo más que aquello y no valía la pena contártelo —Luis se descubrió en una contradicción inexplicable—. No sé por qué te lo conté ahora —agregó como interrogándose.
—¡Cómo querés que me calme! ¿Vos tenés idea de lo qué me hiciste? ¿Tenés idea de cómo me arruinaste la vida?
—Pero eso ya pasó, Eduardo, ya pasó.
Luis se levantó para ir a la cocina, Eduardo lo sujetó de un brazo.
—Conmigo no te hagás el idiota, ¿me entendés? Largame todo, ya que es eso lo que querés. Decime todo lo que sabés. Contame, dale. Decime qué más sabés de Margarita.
—Eduardo, no hay nada más —Luis respondió a la intensa mirada de su amigo.
—¿Ah no? ¿Y con Guillermo? ¿No hablaste con Guillermo? ¿Y con Joaquín? ¿Y Roberto? ¿No te contó Roberto? —susurró con odio Eduardo, y sentó a Luis de un empujón.
—¿De qué estás hablando? No sé qué tienen que ver ellos —contestó sorprendido Luis.
Eduardo lo encaró con furia, buscó un quiebre que le confirmara el engaño.
—Decime, dale, decime que no sabés nada de ellos. Decime que no sabés que me cagaron. Mirame bien —dijo mostrándole el puño cerrado—. Decime que nunca te contaron que se encamaron con Margarita.
Luis se tiró hacia atrás, atónito. Interrogó a su amigo con la mirada, no pudo pronunciar ni una palabra. El peso del dolor de Eduardo cayó de golpe sobre las espaldas de Luis.
—No, no sabía nada —murmuró hipnotizado.
La furia de Eduardo se convirtió en llanto; se tiró sobre un sillón.
—¡Vos tenías que contármelo! ¡Vos! ¡El único que rechazó a Margarita! ¡Vos! ¡El único que me fue fiel, terminaste arruinándome la vida! ¡Qué imbécil fui! —no pudo seguir. Se encogió sobre sus piernas y se desató en quejidos lastimeros y llanto.
Luis fue a la cocina a preparar café. Tampoco contuvo su pena, derramó algunas lágrimas sobre las tazas. Permaneció de pie, llorando solo y apenas consiguió parar cuando escuchó acallarse los quejidos de su amigo. Regresó con el café; Eduardo estaba sentado, erguido, mirando fijo la mancha blanca y rectangular de la pared. Luis sirvió el café en silencio, colocó dos cucharaditas de azúcar en el pocillo de Eduardo, que tomó como autómata la taza y bebió. Sólo después de terminar el café, Luis habló:
—¿Ella te contó todo esto?—preguntó sin mirar a su amigo.
Eduardo, sin emoción, con la vista fija en el cuadro ausente de la pared, como si estuviera relatando una película allí proyectada, dijo:
—Llegué a casa descontrolado. La encaré directo, muy seguro de lo que le decía, y le enrostré que se tirara con mis amigos, sin nombrarte a vos. Ella reaccionó con furia, reclamó que a mí me importan más mis amigos que ella, y toda una sarta de facturas pendientes. La discusión escaló en pelea, de a poco me di cuenta de que no se refería a vos. Fue terrible —hizo una breve pausa.
—Es cierto todo lo que me contaste. También me enteré de que nunca tuvo un orgasmo conmigo. Y lo peor es que se lo guardó con rencor. Se vengó. Se fue vengando de a uno. Los fue a buscar, como a vos —hizo un breve silencio:
—Le pegué. Se puso furiosa. Me gritó barbaridades terribles, obscenas, todos los detalles, fuera de sí. Se marchó ayer, y no supe más de ella. Yo me quedé. Los chicos llegaron del club y les inventé una excusa cuando preguntaron por la madre. Ahora están en el colegio. No sé qué va a pasar, es un desastre.
Eduardo apoyó los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, y se quedó así.
Sonó el teléfono. Luis atendió.
—Hola. Sí, soy yo. No, no. No voy a ir. No, dígale al Decano que lo llamo en la semana. Adiós.
Eduardo salió de su letargo:
—Todos estos años, ustedes sabían algo que me callaron. Todos. Cada uno de mis amigos. En cada encuentro, en cada mirada, en cada beso, había mentira, había una verdad demasiado grande para negar, para dejar ausente. Parece la historia de aquella película, ¿cómo es? ¿The Truman Show? Yo era el protagonista, pero no lo sabía. Y ustedes... vos, Luis, eras mi mejor amigo. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Yo no sabía más que lo que te conté.
Eduardo se tensó.
—Y ahora, qué, ¿es una venganza? —preguntó Eduardo con renaciente enojo—. Te despidieron, te va mal, ¿te querés vengar en los demás? ¿En mí? ¡Claro! Tu fracaso, años de trabajo y estudio y cuando te dicen que sos un inútil, que no servís, te volvés contra todos nosotros, ¿no? ¿Es eso? ¡Decime qué es eso!
—No es eso —Luis trató de sosegarlo —, no fracasé, ni soy ningún inútil. Soy víctima de un chantaje.
—¿Víctima? ¿Ahora la víctima sos vos? Y yo, ¿qué soy? ¿Tu victimario? —Eduardo lo miró con desprecio.
Luis bajó la cabeza y miró el suelo.
—¡Vos no tenés nada que ver con esto! ¿Todo tiene que pasar por vos? Traverso me quiso chantajear. Me quiso apretar, es homo, ¿entendés? —Luis levantó su mirada hacia Eduardo.
—¿A vos? ¿Por qué a vos? —preguntó Eduardo como si le estuvieran contando una historia con protagonistas desconocidos.
Luis lo miró con impotencia y rabia. Le temblaba la boca.
—No fue la primera vez. Hubo otra. Y accedí, por eso, insistió —dijo Luis.
—¿Vos? ¿Vos homosexual? ¿A vos te gustan los tipos?
—No me gustan —contestó Luis, apretaba las mandíbulas.
—¡Ponete de acuerdo! ¿Te gustan? ¿O no te gustan los hombres?
—¡No! ¡Ahora sé que no me gustan! —gritó Luis, incontenible—. ¡Todavía me asquea el olor de la maldita leche que no puedo olvidar!
Eduardo no podía mirar los ojos furiosos de su amigo. Se levantó, en silencio. Quiso irse, desde la puerta giró, observó a Luis, que permanecía sentado, mirando la pared, entonces dijo:
—Luis, escuchame. Vos no estás bien. No puede ser que de pronto empieces a desenterrar verdades como éstas. Hay algo que no funciona, yo no te puedo ayudar. Te llamo más tarde y te doy el teléfono de un colega. Chau —salió. Huyó.
Víctor Traverso maldijo con una sola gran puteada todo el contenido de su existencia. Nadie había respondido a sus llamados de celo en el interminable fin de semana. ¡Nadie! Se tuvo que conformar con la decadente vibración de su desvencijado consolador. Poco consuelo. Para colmo de males, en unos minutos tendría que enfrentar al Decano y presentarle el plan de reducción de gastos. ¡Con lo que le gustaban los números! ¡A él! Lo único que le interesaba sumar eran amantes. Además, estaba el caso Lebón. El muy desgraciado se le retobó y lo dejó plantado, con gripe y todo. ¿Quién otro podría haberlo contagiado? ¡Maldita sea! La nariz no para de chorrear, los ojos lagrimean y la frente suda. “Estoy fatal”, se dijo, y se arrepintió de inmediato de pensar esa palabra.
—Siéntese, doctor Traverso —invitó el doctor Pilatti—, ¿me trajo esos números?
—Sí. Lo arreglé muy fácil, señor Decano.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo es eso?
—Con eliminar la investigación sobre la gripe, nos ponemos a tiro con el pedido del Ministerio —dijo Traverso, muy suelto de cuerpo.
Pilatti levantó una sola ceja, mezcla de sorpresa y preocupación. Superaba con holgura los sesenta años, lo denotaban sus arrugas resaltadas, aún más, por el fallido rejuvenecimiento de sus cabellos teñidos. Cejas, ojos, boca y bigote parecían estrechar un círculo en torno a la nariz, enorme. Usaba gruesos lentes para miopía, perfectos y redondos.
—¡Pero ésa es el área del doctor Lebón! ¿Por qué habríamos de eliminarla? —preguntó Pilatti.
—Me parece un trabajo inútil y sin perspectivas. Además, no creo que el doctor Lebón vaya a seguir en la Facultad.
—¡Caramba! Esa es toda una novedad para mí. No estaba enterado —dijo Pilatti con desconfianza—. ¿Cómo es que Lebón nos abandona sin decirme nada?
—El sábado me lo quise apretar y el muy turro me rechazó —se escuchó a sí mismo decir Traverso. “Es curioso”, pensó, “hasta me siento aliviado”. Pilatti se puso de pie, enrojecido:
—¿Qué está diciendo, Traverso?
—Lo que oyó.
—¡Esto es inaudito! ¿Usted hace esas porquerías?
—¿Y qué quiere que haga con esta cara? Hace años que chantajeo a alumnos y a colegas para llevármelos a la cama.
—¿Colegas?
—Usted se asombraría de los nombres que le podría dar. Con Lebón tuvimos algo, hace mucho, antes de que yo me agarrara este maldito SIDA —Traverso no podía parar.
—¡Usted está enfermo! —Pilatti volvió a sentarse.
—Sí. ¿No le digo? Y a esta altura, media Facultad debe estar sidosa.
—¿Cómo? ¿No tomó precauciones? ¿No les advirtió de su condición?
—Problema de ellos. A mí nadie me lo preguntó. Así que lo que es mentir, nunca les mentí —concluyó Traverso, como quien demuestra un teorema. Se levantó y salió, aliviado y satisfecho.
Pilatti tardó sus buenos minutos para reaccionar. “Lo primero es lo primero”, pensó y tomó el teléfono.
—¿Doctor Lebón? ¿Cómo le va, querido amigo? Casualmente quería hablarle sobre Luisito...
Lunes al mediodía.

Luis tuvo una recaída. La fiebre subió, los  temblores y el frío se hacían más y más intensos y frecuentes. Se arropó y se acostó. Evitó contenerse, se entregó a las oleadas que le nacían en el centro de la espalda y se irradiaban hacia la cabeza, las manos y los pies. Las frenéticas sacudidas le provocaban un extraño placer, cierto estado de supra consciencia ligado de pleno a sus sentidos, como un continuo orgasmo. Al rato, la fiebre dejó de subir y los escalofríos se transformaron en mareos y sensaciones distorsionadas. Poco a poco, un vacío vívido a sus espaldas le recordó a Silvia, la deseó, y, con ella en mente, se durmió.
Silvia había crecido hasta el doble del tamaño normal. De pie, desde su altura, miraba fijo a Luis, que jugaba con un cortaplumas, sentado en el claro de un bosque. Ella se agachó en silencio y le quitó el objeto. Él protestó, fue inútil. Silvia ya ni lo miraba. Abrió una hoja de la navaja y se la enterró poco a poco en el ombligo, sin sangrar, hasta que desapareció de la vista. Silvia se rió a carcajadas profundas y cavernosas. Y empezó a correr. Luis la persiguió, pero era demasiado rápida. Silvia desapareció en la espesura. Luis abandonó la persecución, se encontró solo. De su bolsillo sacó un segundo cortaplumas y volvió a sentarse a jugar.

Luis se despertó sin noción del tiempo que había dormido. Un espasmo en la boca del estómago lo dobló. La congestión en la nariz no lo dejaba respirar. El recuerdo del sueño se disipó; pensó en llamar a su padre; bajó hasta el teléfono y marcó, distraído. Se dio cuenta tarde de que había cometido un error:
—¡Luis! ¡Por fin te acordaste de tu madre! No puedo creer lo poco que te importo. Siempre le digo a tu tía Claudia, ¡parece que no fueran hijos míos! Eso me pasa por tener varones, si tuviera una hija estaría siempre cuidada y acompañada. En cambio ustedes nunca se preocupan por mí. Claro, salen al padre, a todo esto, me llamó ayer diciendo no sé qué pavadas. Estaba preocupado, que no te encontraba, no contestabas sus llamadas, dijo que quería hablar seriamente con vos sobre no sé qué cosa de la Facultad. Sabés cómo es. Siempre preocupado. Siempre serio, siempre aburrido. Menos mal para él que se hizo juez, imaginate si se le daba por la Medicina. Los pacientes se le morirían de aburrimiento. Bueno, contame cómo estás.
—Muy engripado y dolorido. Recién me levanto, tuve mucha fiebre.
—¿Vos sabés? Esta mañana me levanté con un dolor de espalda que me tiene preocupada. Lo llamé al doctor Servente, me recetó unas pastillas. La mandé a Rosa a buscarlas. Ahí está entrando— Y, ¿las consiguió? ¿Cuánto? ¡Una barbaridad! Sale más barato morirse —. Bueno, ¿qué te estaba diciendo?
—Sobre tu dolor de espalda.
—Sí, pero era por algo más. Bueno, ya me olvidé. Es la vejez, nos llega a todos. Yo espero que la muerte me llegue pronto, no voy a hacer como Carla, la mamá de Cristina, ya cumplió como cien años, cada vez que voy a visitarla me pregunta quién soy. Y eso es nada, a Cristina tampoco la reconoce. Ah, no, che. Para vivir así prefiero morirme lúcida. Por favor, te pido, Luisito, avisame cuando veas que empiezo a desvariar así. ¿Y vos? ¿Cómo andás con la Facultad?
—Me despidieron, mamá.
—¿Por qué? ¿Te vas de viaje?
—No. Me despidieron. Me echaron. Me quedé sin trabajo.
—Pero, ¿cómo? ¿Cómo te van a despedir? ¿Por eso me llamó tu padre? Bueno, pero no te preocupes, él seguro lo va a arreglar; tiene sus influencias, ya sabés. Siempre, desde joven, se las arregló para solucionar cualquier problema. ¡Era tan inteligente y buen mozo! Todas mis amigas estaban atrás de él. Pero sólo se fijaba en mí. Estaba loco por mí. ¡Y qué ojos tenía yo! Nada que ver con los que tengo ahora, espantosos. Los ojos de Bette Davis, me decían mis pretendientes, los tuve y muchos. Como Alfredo, pobre, durante años me hizo la corte y yo nunca le llevé el apunte. De pura coqueta, nomás. Me enteré hace poco de que se murió del corazón. Pobre. Era mayor que yo, no me acuerdo, tendría unos seis o siete años más, entonces se murió a los setenta y cuatro o setenta y cinco. Che, y decime, ¿por qué no me llamaste antes?
—Ya te dije, mamá, estoy engripado. Y, además, un tipo me golpeó, en la calle.
—¿Cómo que te golpeó? ¿Estás herido?
—No, dolorido.
—Ay, ustedes los hombres todo lo arreglan a los golpes. En cambio nosotras sólo sabemos soportar el dolor. Para eso somos madres. Ya lo dice la Biblia: “parirás con dolor”. ¡Cuánto hace que no voy a misa! Ni me acuerdo cuándo fue la última vez, sí me acuerdo que no me gustó. A mí me encantaban las misas en latín, no entendía ni jota pero me parecían más importantes; estoy segura de que Dios no habla en castellano. ¿Y por qué te estoy diciendo esto? Ah, sí. Tu padre. ¿Lo llamaste?
—No, todavía no.
—Bueno, entonces llamalo ahora, porque si no me va a volver a llamar a mí y vos sabés que prefiero no hablar con él. Bastante tuve con todo lo que me hizo. ¿Cómo se llamaba? Mirta. Sí, la Mirta esa, yegua ordinaria. ¿Cómo pudo tu padre caer tan bajo? Mujeriego siempre fue, yo lo sabía, pero bueno, miraba para otro lado. Pero, ¡dejar a una mujer como yo! ¡Con dos hijos hermosos y estudiosos! ¡Y por una cualquiera! ¡Con todo lo que hice por él! Y por ustedes. Hasta dejé mi carrera en Bellas Artes, que me iba tan bien. ¿De qué me sirvieron todos esos años? Ya no puedo ni dibujar con Simulcop. El otro día apareció en el suplemento del diario un artículo sobre Rodriguez Larreta. Se conserva muy bien. ¡Cómo se puso el día en que le dije que abandonaba! Yo era su estudiante preferida. Mirá dónde estaría ahora. Es una lástima que vos no hayas hecho como tu hermano Sebastián, el sí estudió una carrera con futuro. ¿Por qué no lo llamás y le decís que te consiga un trabajo? Mirá lo bien que le va. El otro día me vino a buscar y me llevó a pasear en su auto nuevo. Es un... no sé, me dijo, pero me olvidé. Creo que es sueco. El auto, no tu hermano. Bueno, no importa, es enorme, y todo automático, con tapizado de cuero blanco, no se siente ni un ruidito, ¡no te das cuenta de cuándo está andando! Y a Sebastián le queda tan bien. Parece que lo ascienden a Director General de la Agencia. ¡Y todavía no cumplió los treinta y cinco! Un carrerón. Fuimos al shopping, ¡está tan lindo! Pensar que tu bisabuelo me llevaba ahí a acompañarlo a los remates de hacienda. Yo no soportaba ni el olor ni la mugre. En cambio ahora está señorial, elegante. ¡Y hay unas cosas de lindas! Tu hermano me regaló un echarpe carísimo. ¡Es tan generoso! ¿Y vos? ¿Querés decirme algo?
—Sí, mamá. Te quiero.
—¡Ay! ¡Qué amoroso! Y, claro, así los eduqué. Porque lo que nunca les faltó a ustedes es buena educación. Mirá lo que le pasó a Mimicha, el hijo dejó el colegio y se hizo guerrillero. ¿Te acordás? ¡Pobre Mimicha! Sólo una madre puede entender lo que ha sufrido ella. Quedó mal, la pobre. Todavía te habla de Ernesto como si estuviera vivo. ¡Qué horror! A los hijos hay que educarlos bien, es lo mejor que podemos darles. Vos lo conociste al chico, ¿no?
—Si, fuimos compañeros.
—¿Compañeros? Pero si él iba a otro colegio ¿De dónde eran compañeros?
—De militancia.
—Ay, esas cosas las decís para hacerme enojar. Mirá si te voy a creer. Ni se te ocurra meterte en política, ¿me oís? ¡Qué tarde se me hizo! Bueno, me voy a vestir para ir a almorzar con Cristina ¿Y vos? Decime por lo menos algo de vos, che.
—Y, mal. Me va mal, ¿qué querés que te diga? Hoy estuvo Eduardo y...
—Ah, Eduardo. Tan capaz y educado que es. ¿Sigue en el banco? Le va tan bien. Dale mis saludos cuando lo veas. Y vos cuidate, con todo lo que trabajás, siempre encerrado en ese laboratorio. Con razón te engripás. Pero no es nada, tomate un té con limón, bien caliente, un par de aspirinas, metete en la cama y santo remedio. Bueno, te dejo. ¡Chau, querido!
Desde hacía años Luis intentaba modificar la relación con su madre, pero aquel día, por primera vez, la derrota no le importó.
Ya estaba por salir a comer cuando sonó el teléfono. “Papá”, pensó. Se equivocó de nuevo. Era Silvia.
—Hola Luis. Te fuiste y me dejaste con las ganas —dijo, más directa de lo esperable. Aunque en realidad, en tantos años, era poco lo que Luis sabía de ella.
—Sí. Me vine.
—Además de dejarme con las ganas, me contagiaste tu gripe. Estoy en la Facultad, afiebrada, ahora me voy para casa. ¿Venís? Te espero.
—No, voy a salir a comer.
—¿Querés que vaya yo para allá? Podemos aprovechar que los dos estamos engripados, y pasar el resto del día en la cama. ¿Sí?
—No, prefiero que vayas a tu casa.
—¿Solita? No, dale. Yo también necesito mimos.
—Te entiendo, pero este no es el momento. Andá a tu casa y yo te llamo más tarde.
—Esta bien. Te espero. Un beso —y colgó.
Luis ese mismo día había tenido deseos de estar con Silvia, ahora su estómago le demandaba comida.
Y su mente, soledad.
Lunes a la tarde.

Después de almorzar, Luis se adentró en la vibrante soledad de la Reserva Ecológica que separa a Buenos Aires de su río. El camino de piedras, alguna vez planeado por un estudio de arquitectos, alguna vez ganado al río camión por camión, alguna vez soñado un emporio edilicio por un banco, ahora era sólo eso: un camino de piedras repoblado por sus habitantes originales, ajenos a la marcha de la Historia. Un par de lagunas, impensados pedazos de río abandonados por la derrota económica, resultaron los motores del nuevo triunfo de la Naturaleza. Allí la vida manifestaba su tenaz designio.
Una insólita y tranquila iguana le obstruyó el paso hasta un último momento en que, por una cuestión de tamaño relativo –no de legitimidad–, el bicho, molesto, digno y de mala gana, desapareció entre la maraña de arbustos y cañas. Luis continuó su camino hasta la orilla del río, en el extremo más lejano a la ciudad. Desde allí, por entre una desprolija valla de árboles, arbustos y cañaverales, el perfil absurdo de cemento se erguía pálido; su rugir era apenas un murmullo que se sometía como segunda voz del río. Para Luis este Krakatoa criollo evidenciaba una vez más que los vaticinios ecologistas eran vanos, sólo otra forma de antropocentrismo. La Naturaleza no tiene por qué preocuparse por el hombre. Luis creía que el objetivo de la materia no es la consciencia, sino perpetuarse. La consciencia es sólo uno de sus tantos experimentos. Quizás, el más fugaz.
La vista de la ciudad inmóvil entre esa explosión de verde y febril actividad reproductora, creaba una ilusión futurista, un anticipo de la suerte de la civilización maya.
El inmenso parque estaba desierto, con excepción de un cazador fotográfico, inglés. Las evidencias eran innumerables: la tez blanca, la nariz prominente, sus facciones cuasi equinas, el cabello semi rubio, baboso y descuidado, la ropa, informal, demasiado liviana y mal combinada, su flacura y desgarbo, su afición por la fotografía de aves y el hecho insoslayable de que aún siendo Luis el único ser humano a la vista, el otro ni lo miró.
Luis se detuvo a observar ese hombre, maquinista de una impresionante cámara que, con su enorme lente telescópica, parecía reducir a su dueño a la condición de simple operario. Luis no tenía claro si este vicio de la fotografía avícola era un resabio de la afición inglesa por la caza, –adaptada a los tiempos light–, o la tradición sajona de transformar la Naturaleza en artificio. Sin embargo, la Reserva Ecológica era todo lo contrario: un artificio transformado por la Naturaleza y por su salvajismo, polo de atracción irresistible para el amateurismo explorador sajón.
La presencia de Luis ya había superado los límites técnicos de tiempo y distancia que el inglés podía permitirse.
—¡Hello! ¿Do you speak English? —inició el cazador de fotos.
—Yes, I do speak English fluently —respondió Luis, con perfecto acento—. Y usted, ¿habla español?
—Sí, claro —dijo el inglés, sorprendido por la resistencia del nativo a resignar la lengua local—. ¿Es usted de aquí? —preguntó cauto, estudiando el terreno.
—Sí —dijo Luis.
—Ah. Ustedes tienen este lugar fabuloso —el inglés hizo un gesto que abarcó un amplio arco.
—Es sólo un accidente. No creo que podamos adjudicarnos el mérito. ¿Conoce el origen de esto?
—Sí, lo sé. Pero aún así es extraordinario, marvellous, ¿no lo piensa usted?
—Para un inglés, sí. El estilo de parquización inglesa, esa cuidada y detallada imitación de la Naturaleza que ustedes hacen, es la antítesis de esto —dijo Luis, interesado en opinar y sin cuidado de molestar al visitante.
—¿Conoce usted Great Britain? —preguntó, con resquemor.
—Sí, viví tres meses en Londres, por motivos profesionales. ¿Y usted conoce bien esta ciudad?
—Ah, sí, bonita ciudad, really beautiful —dijo el inglés, con una sonrisa estándar.
—Entonces no la conoce, ¿o dice eso por cortesía? —Luis sabía muy bien que desenmascarar la cortesía de un inglés es ofensivo.
—No. Es verdad —reaccionó el otro con énfasis—. Es muy europea. Los edificios son muy interesantes, con estilo francés y español. Tiene muy bonitos paseos y plazas. Y la gente es amable y elegante. De verdad. I mean it.
—Usted está describiendo las zonas del norte, pero estoy seguro de que desconoce el sur. Y el oeste. La ciudad tiene, sí, una pequeña isla europea, pero en un mar latinoamericano.
El inglés miraba a Luis con creciente desconfianza. Era claro que no podría entablar una conversación liviana con el sujeto. Pero aún le quedaban recursos:
—Vamos, no me diga que las mujeres no son las más hermosas en el mundo —insistió con su sonrisa premeditada, esta vez apelando a un tema infalible para lidiar con un latino.
—Nunca conocí a una inglesa bonita, pero no creo que las nuestras estén por encima del nivel internacional. Seguro que en los lugares por donde anda, o lo llevan a usted, la probabilidad de encontrar mujeres hermosas es más alta —insistió Luis.
El inglés miraba a Luis con aprehensión. No estaba preparado para este nivel de franqueza. Sin embargo, no conseguía detectar ironía ni malintención en la actitud de Luis. Igual se aferró a su código de amabilidad.
—Es muy interesante lo que dice. Escuche, ¿y si vamos por unas cervezas?
—Me dará gusto ver a un inglés tomar cerveza fría. Bien fría. Sí. Lo acompaño.
El hombre guardó los equipos y caminaron hasta una antigua cervecería y restaurant estilo Munich. Bebieron en silencio hasta que el inglés hizo una movida que pareció inocente.
—¿Cuándo dijo usted que estuvo en London?
—No lo dije —contestó Luis—, estuve en abril de 1982 —agregó mirando al cielo y entrecerrando los ojos.
El inglés se ruborizó; se revolvió en su asiento, incómodo.
—Yo lo siento —dijo embarazoso.
—¿Lo siente? ¿Por qué “lo siente”? ¿Lamenta usted que yo haya estado allá en aquel momento? ¿O lamenta haber hecho la pregunta? —dijo Luis, saboreó un dejo amargo de recuerdos.
—No, yo no quiero enojarlo.
—Eso lo sé. Pero sé también que durante esos tres meses, nadie se atrevió a decir más que “I´m sorry”, como si la guerra fuera entre otros dos países. Creo que lo que lamentaban en realidad era mi presencia. ¿Y usted? ¿Qué lamenta?
—Mire, yo no creo oportuno hablar con usted, ahora, sobre esas islas...
—Llámelas por su British name, please —interrumpió Luis.
El inglés guardó silencio. Era una situación para la cual se había preparado en el pasado, en vano. Le ocurría por primera vez recién ahora, y con el libreto olvidado.
—Escuche, no es bueno para mí hablar sobre este tema con usted —dijo, como repitiendo una frase hecha.
—¿Por qué no? ¿Quién lo desaconseja? ¿El Foreign Office? ¿Usted es diplomático? —preguntó Luis, más interesado en la persona que en el embajador de sus recuerdos.
—No. Yo soy periodista, trabajo para la BBC —dijo, como en una confesión.
Los recuerdos de Luis ahora se mezclaban con imágenes televisivas que hacían reverberar ecos de angustia y de impotencia. Guardaron los dos un incómodo silencio.
—Mire —inició el inglés en tono reconciliador—, yo entiendo sus sentimientos. Estuve aquí durante aquellos tiempos.
Luis lo miró y, por primera vez, vio en los ojos del inglés un brillo genuino.
—¿Cómo se llama usted? —reinició Luis, luego de que sus recuerdos recorrieran toda una década.
—Ron, Ron Tull —le entregó una tarjeta personal—. Y usted es...
—Luis Lebón —dijo, sin interesarse en ampliar la información—, sabe Ron, gracias a aquello nos deshicimos de los militares, en cambio ustedes tuvieron Iron Lady para rato. Y al cabo, para nosotros, y para ustedes también, fueron más importantes los mundiales de fútbol. ¿”La mano de Dios”?
El inglés se sonrojó, intentó reprimir una mueca.
—Eso no tiene nada que ver con la guerra, nothing —no pudo ocultar su enojo. Luego se recompuso, llamó al mozo y pagó.
—Pleased for having met you —dijo con otra sonrisa estándar, y dio una segura y breve reverencia.
Luis caminaba rumbo a su casa cuando percibió un cosquilleo cálido en el tobillo. La alarma duró menos de un segundo: un perro callejero le seguía los pasos y lo olfateaba moviendo la cola. Se detuvo y vio venir hacia él al viejo.
—Lo reconoció mejor que yo —sonrió el viejo.
—Es extraño. No me llevo bien con los perros.
Reanudaron a marcha lenta. El hombre tenía más de sesenta y vestía un traje marrón muy de moda, en los ochenta. Corbata ancha y cuello blanco de camisa celeste. Flaco y alto, narigón y con un bigotito fino que le dibujaba el labio superior. El pelo castaño canoso todavía abundante y unos ojos celestes claros y dulces, que todavía podían hacer soñar a una mujer.
—Este perro es muy sensible. No se da con cualquiera —dijo el viejo.
—Es el primer perro que se da conmigo...
—Siempre son buena compañía. Mucho mejor que estar solo. ¿Tiene familia?
—Tengo un hijo, pero no tengo familia.
—Ah, entiendo. No es bueno estar solo. Se lo digo yo —reflexionó el viejo, apoyando su mano derecha abierta sobre el pecho. Luis percibió un quiebre cansino en la voz del hombre. Casi un suspiro.
—No soy muy bueno para eso —dijo Luis.
—Pero si las mujeres son maravillosas. No hay que ser idealista, m´hijo. Siempre es mejor tener una hembra en quien acurrucarse que andar solo como un perro.
—Su perro no está solo —musitó distraído Luis. El hombre reflexionó los varios pasos que restaban hasta la entrada al edificio de Luis, contando baldosas. Luis miraba al perro, su primer afecto canino. Sentada en el umbral, Silvia los miraba a los tres.
—¡Al fin! Te esperé toda la tarde —dijo Silvia, incorporándose. Luis se quedó congelado como frente a una aparición.
—Ya veo —alcanzó a balbucear. El viejo y el perro observaban con curiosidad.
—Estoy lista para seguir lo que empezamos. ¿Entramos? —preguntó Silvia con naturalidad, mientras señalaba la puerta.
—No —contestó Luis.
—¿Cómo “no”? Te estoy diciendo que vine aquí y que te esperé toda la tarde para encamarme con vos, ¿y me decís que no?
—Te dije que te llamaría.
—Y bueno, ¿qué querés? ¿No ves cómo estoy?
—Si, veo. Silvia, me está pasando de todo y prefiero estar solo.
—Pero ahora soy yo la que está afiebrada, enferma y necesitada. Y quiero que me desnudes, me metas en tu cama y que no te duermas hasta que yo te lo diga —le colocó una mano alrededor del cuello mientras con la otra le acariciaba la bragueta. Luis se dejó tocar. Su cuerpo no respondió a las caricias. Las cejas del viejo, sí. Las orejas del perro también.
—Ahora no es el momento —insistió.
—Te equivocás, ahora es el momento, lo sé.
—¿Por qué?
—Por que así lo siento. Por que estoy caliente y fértil.
—¿Fértil? —preguntó Luis con sorpresa. “Lo único que me faltaba”, pensó.
—Sí. Fértil. ¿Entendés? Mis mucosas están húmedas, tibias y viscosas. Mi cuerpo está listo para lo tuyo —descerrajó de un solo aliento.
—¿Querés tener un hijo? ¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Tiene que ser tuyo. Lo supe el sábado. Te tenía abrazado, afiebrado, delirante. Sentí tu cuerpo contra mi vientre y te deseé adentro mío, acá —se tocó el cuerpo, luego tomó las manos de Luis y las guió—, te sentí como a un niño y te quise como a un niño, a un niño mío. Nunca antes me había sucedido. Llamalo amor, si querés, para mí es puro instinto. Es el único sentido posible.
Luis la contempló mudo, y luego la apartó:
—Vos estás pirada. Yo no quiero tener otro hijo. No tengo nada que ver con vos ni con lo que querés. Andate.
—¡Lucho! ¡Por lo que más quieras! Hacelo como un favor, no te pido nada. Del bebé me encargo yo sola.
Luis la tomó de los hombros y la miró, fijo y franco:
—Silvia: no. Andate.
—Está bien. Pero voy a volver dentro de veintiocho días. Exactos —dijo Silvia Terma con convicción. Y se fue.
Luis esperó hasta verla desaparecer tras la esquina, luego se topó con la mirada asombrada del viejo.
—Es bióloga —dijo Luis, encogiendo los hombros—. ¿En qué estábamos?
—Este... ¿No quiere que le consiga un cachorrito?
Luis tuvo una nueva recaída de fiebre y cansancio. Se acostó vestido. Se durmió apenas apoyó la cabeza sobre la almohada.
Se encontraba en el fondo de un enorme canal, no veía principio ni fin. Las paredes estaban hechas de adoquines y eran tan altas que el cielo era apenas una ranura. Un rumor intenso lo hizo mirar hacia un lado. Una multitud de hombres, mujeres y niños, desnudos, corrían hacia él como una estampida de animales. Había espanto en sus ojos. Detrás, apareció un enorme jinete vestido de negro, al galope de su caballo también negro. El hombre llevaba una capa, y su cabeza estaba encapuchada. Blandía una gran espada. A medida que avanzaba, alcanzaba y tronchaba con el arma a los más rezagados. Luis comenzó a correr con la horda, el jinete se aproximaba más y más. No era veloz, sus movimientos parecían ralentizados, pero ni Luis ni la multitud podían avanzar más rápido. Los cuerpos caían destrozados, cabezas, brazos, troncos y piernas volaban hacia todos lados. Luego se levantaban por detrás del jinete y lo seguían como un ejército de mutilados. El gigante avanzó y un instante antes de que lo alcanzara, Luis le vio el rostro. Era su propia cara.

Luis se vio a sí mismo escalar una gran montaña sombría. No había árboles ni señales de vida alguna. Encontró la entrada de una cueva y se metió. A medida que avanzaba, la caverna iba haciéndose más y más grande hasta que ya no pudo ver ni las paredes ni el techo. A lo lejos divisó cierta luminosidad, una fosforescencia muy clara. Luis se vio acercándose a la fuente de luz, que iba tomando formas cada vez más reconocibles. Era una mujer tan blanca que su piel parecía irradiar como la luna. Estaba desnuda, acostada sobre la piedra negra. Parecía una Maja. Era muy bella, tenía grandes senos y ondeadas caderas. Miraba a Luis con una extraña sonrisa, como si lo conociera, como si estuviera allí solo para esperarlo a él. Luis sintió movimientos en el suelo. Vio con horror que en el piso ululaba una marea de gusanos blancos, del tamaño de un dedo pulgar, rodeaban a la mujer, se aproximaban, ella no les prestaba atención, seguía con la mirada y la sonrisa clavadas en Luis. Los gusanos subieron por el cuerpo y por la cara y por los negros cabellos. Penetraron en la mujer por la nariz, por la boca y por los oídos, muchos desaparecían en la entrepierna. Eran miles y miles de gusanos que le cubrían el rostro y el cuerpo. Ella seguía sonriente. Los bichos desaparecieron sin dejar huella ni evidencia alguna. La mujer, como si nada. Luis, en cambio, ante esa presencia oculta de los gusanos desbordaba de asco y horror.
Martes a la mañana.

Luis no veía nada. Una ventosa húmeda que se dilataba y, como un guante gelatinoso, avanzaba, le engullía los dedos, la mano completa, la muñeca, el antebrazo, el brazo completo. Cuando llegaba al hombro, sintió cerca de su rostro la cosa inevitable que no quería mirar, despertó y saltó de la cama. Un millón de pinchazos en el brazo le avisaron que aún lo tenía dormido. Comenzó a masajearse a pesar de la molestia eléctrica que le producía. Una intensa luz le lastimaba los ojos, se dio cuenta de que era de día, muy avanzada la mañana. Se fijó en el reloj. “Quince, un nuevo récord de horas dormidas”, pensó. Los pinchazos fueron deviniendo en simple molestia hasta desaparecer por completo. Un fuerte vacío en el estómago le recordó su prolongado ayuno.
Se dirigió a la heladera sólo para confirmar que estaba más vacía que nunca. Volvió sobre sus pasos, observó en el suelo, junto a la puerta de entrada, un papel doblado en cuatro. Era un telegrama. Lo abrió con dificultad. Decía:
“Sírvase comunicarse con el Decanato a la brevedad. F.C.M.”
Luis aguardaba un telegrama de despido; se sorprendió al enterarse de que habría una instancia previa. Pensó que el Decano tal vez preferiría hacerlo en persona. La sola idea de volver a la Facultad le produjo fuerte angustia.
Tomó el teléfono y marcó. Cuando escuchó la voz del otro lado descubrió la nueva traición que le acababa de cometer su inconsciente:
—¡Papá! ¡Hola! Te estuve llamando, ayer y hoy. ¿Cómo estás? ¿Bien? —la voz sonaba emotiva y cauta, estaba preocupado.
—No. No estoy bien, Juancho. Tengo problemas.
—¿Problemas? ¿Qué problemas? ¿Seguís enfermo? ¿Te pegaron de nuevo? —la necesidad infantil de saber todo se combinaba con el cariño y producía preguntas directas y valientes. Luis también se relacionaba con su hijo en forma franca, leal. En realidad Juan era la única persona a la que jamás le había mentido.
—La gripe me tiene mal. Los golpes ya no duelen, casi. Pero, además, tengo problemas con casi todos. Con el trabajo, con los amigos, te diría que con cualquiera que se me acerque.
—Pero, ¿qué te pasa? ¿Estás malo con la gente? —dijo Juan, atemorizado.
Luis reflexionó la pregunta, pues no la había considerado.
—No, malo, no. Pero no me cuido de lo que digo. ¿Cómo explicarte? Hablo de más.
—¿Un charlatán?
—No exactamente. Un charlatán habla de más, sí, pero dice cualquier cosa, en general, mentiras.
—¿Un bocón?
—Sí, algo así.
—¿O sea que no podés mentir? —reflexionó Juan.
—¿Mentir? No sé. Ahora que lo decís, no recuerdo haber mentido. Más bien, en estos días hice todo lo contrario.
—Ah, ya entiendo, como en “Verdad o consecuencia”.
—¿Cómo? —dijo Luis con sorpresa.
—Es un juego que jugamos en las fiestas, con los chicos del cole. Nos sentamos en círculo alrededor de una botella, la hacemos girar y al que le apunta cuando para le toca una prenda. Todos preguntamos juntos: “¿Verdad o consecuencia?”. Si elegís “verdad”, tenés que contestar con La Verdad a cualquier pregunta que te hagan. No podés mentir. Si elegís “consecuencia”, tenés que hacer lo que te diga el grupo. A veces te mandan a hacer cosas ridículas o a darle un beso a una chica, o a declararte. Eso es lo peor. Casi todos eligen “verdad”. Es divertido.
—Sí, ya me acuerdo. Yo de chico también lo jugaba —dijo Luis, complacido con la facilidad con que su hijo veía cualquier situación como un juego.
—¿Sí? ¿Vos también elegías siempre “verdad”?
—Sí, claro.
—Yo también. Es lo más fácil. Y también es lindo. A veces me preguntan si me gusta una chica, y ahí me animo a decírselo. Después me siento mejor. Es un juego, ¿viste? Lo tuyo debe ser parecido —concluyó con tranquilidad.
Luis tuvo un fuerte deseo de llorar, conmovido por el amor, la sencillez y la comprensión que, a su manera, su hijo le demostraba.
—Bueno, pa, me tengo que ir al cole. No te preocupes. Para mí estás bien. Un beso, te quiero, ¡chau!
—Y vos sos lo que yo más quiero —dijo Luis, inundados los ojos, mientras colgaba.
Juan le había ayudado a recobrar su valor. No el valor de los valientes, sino su valor de valía. Los últimos sucesos le había hecho perder la fe, su credo en sí mismo proyectado al futuro. Juan lo había estimulado merced a su natural simpleza y lógica, unidas a un tremendo afecto, que Luis había recibido como un náufrago solitario.
Segunda parte.

Martes al mediodía.

Su ánimo estaba mejor. También su apetito. Se dio una ducha rápida, se vistió y salió a comer. Se dirigió a un restaurant en una plaza cercana, no muy caro, clásico, que encontró semi vacío.
Eligió con placer anticipado costillitas de cerdo y vino. Mientras comía, se reencontró con este nuevo placer que experimentaba al comer y se entregó con descaro al renovado mar de sabores y aromas. Cada tanto, echaba un vistazo a su alrededor, como quien recibe una buena noticia y busca a alguien con quien compartirla.
Había sólo tres mesas ocupadas. Luis era el único que estaba sentado mirando hacia la entrada. Los otros comensales se hallaban enfrentando al fondo, donde arriba y por detrás de Luis, se encontraba un enorme televisor encendido, mudo. En la mesa más lejana había una pareja joven, ambos de menos de treinta años, estaban sentados uno junto al otro, mientras comían y miraban la pantalla. Ella tenía a su lado un bebé, en una sillita alta para criaturas. A intervalos, el pequeño hacía reclamos por su comida que la madre satisfacía, sin quitar los ojos del televisor. Otra muchacha, más joven aún, se hallaba a la misma distancia de Luis que la pareja, pero del lado opuesto. Delante de ella había un café y varios libros y cuadernos, tenía abierto uno. Como estatua de sal, sostenía en la mano un lápiz, su cabello estaba sostenido por una negra vincha en cuyos extremos un par de auriculares le protegían las orejas. Sus ojos también estaban concentrados al frente y arriba. A sólo dos mesas había un hombre maduro, de cincuenta y tanto años. Vestía sencillo, era más bien gordito y casi calvo. Sentado, no parecía alto. Cada tanto miraba a Luis con ojos curiosos, amistosos y francos. En realidad, no tenía certeza de que en algún momento hubiera dejado de mirarlo, estando él tan ocupado en comer y beber. El otro parecía haber concluido ya su almuerzo. Luis disfrutaba su comida y su vino, tanto que hasta tarareaba mientras comía, sin molestarse por el observador. Su mirada no le resultaba intrusa. Sin pensarlo, le dedicó una amplia sonrisa. El hombre respondió con otra igual, espontánea. Contrario a su hosca costumbre, Luis hizo un gesto señalando la silla vacía que tenía enfrente. El hombre no se hizo desear, parecía que era eso lo que estaba esperando. Se levantó, se acercó y se sentó; dijo sonriente y con marcado acento español:
—Disculpe amigo que lo moleste con mi curiosidad, pero hacía tiempo que no veía a alguien disfrutar tanto de una comida. He gozado yo mismo al observarlo, hasta me ha tentado.
—¿Quiere probar? —preguntó Luis, como si fuera la situación más natural del mundo.
—¡Pues claro! Con su permiso —el hombre probó un bocado que quedaba en la bandeja. Luego se sirvió un poco del vino y lo bebió.
—Muy rica la costillita, y el vinillo también, se deja tomar con gusto. Mas he de reconocer que quien en verdad el extraordinario es usted —agregó—,  jamás alguien me había transmitido su propio placer en forma tan convincente y contagiosa. Usted es la mejor propaganda de costillitas que vi en mi vida. ¿A qué se dedica? —preguntó, relacionaba a Luis con alguna actividad histriónica.
—Soy bioquímico. Desempleado. Fui profesor e investigador en Virología.
—¡Ajá! Usted es de la contra, ¿eh? —dijo el gordito, divertido—. Disculpe —continuó más serio—, no lo he querido ofender. Es sólo una broma tonta. Soy Augusto Morrán, sacerdote —y extendió la derecha que Luis estrechó—, no tengo nada contra los científicos. Espero que usted tampoco tenga nada contra los curas.
—No contra usted —replicó Luis—, ni contra los curas en general, aunque sí tengo malos recuerdos de algunos. Y tengo una muy mala opinión de la Iglesia Católica.
—Sí, claro. Yo también —dijo el cura con naturalidad.
—¿Cómo que usted también? ¡Usted es sacerdote! ¿Cómo puede opinar mal de su Iglesia?
—Y, bueno, ya ve, puedo. La Iglesia es una institución terrenal, una organización de hombres, tiene defectos y virtudes. Aunque no está tan mal, debe reconocerse. Cuando menos está en crisis, eso le ayuda a acercarse un poco más al mundo. La Iglesia tuvo épocas mucho peores, terribles, sobre todo en sus tiempos de mayor esplendor. Hoy en día, si bien no está en el centro del poder, ni mucho menos, está aprendiendo a jugar mejor sus cartas, y en especial su, ¿como se dice? ¿Mercadeo? El dogma de infalibilidad papal tiene un punto a favor en la forma en que este Papa manipula los medios, lo que no es poco. Pero, disculpe, no deseo aburrirlo.
 —No me aburre —replicó Luis—, al contrario, nunca había escuchado a un cura hablar así.
—No crea que soy el único. No somos muchos, claro, sólo algunos.
—Si piensa eso de su Iglesia, ¿por qué se hizo sacerdote? ¿Por qué no profesa otra religión?
—Pues porque esta es la Iglesia que mejor me sirve para mis intereses. No, no. No piense mal. Este es un país católico. Es más fácil llegar a los que necesitan. Hay más estructura eclesiástica, incluso más dinero, ¿por qué no? Y todo eso me sirve. Mi propósito es ayudar a los demás, y la Iglesia Católica me viene de perillas para eso.
—Sí, claro, ayudar para un cura es la misión que viene después de evangelizar —replicó Luis sin ironía.
—¿Evangelizar? Evangelizados estamos todos, mi amigo, incluso usted. El trabajo ya ha sido realizado, durante siglos, a través de las distintas versiones del cristianismo. Por métodos pacíficos a veces, crueles otras, lo esencial de la Biblia ya es conocido por todos. No, evangelizar no me interesa. Tampoco me interesa  que se conozca la Biblia a través de una u otra interpretación.
—¿Y la fe? Necesita tener fe para ser cura.
—Tengo fe, de seguro. Mas no creo que concuerde mucho con el credo de la Iglesia.
—¿Y cómo hace? ¿Qué dicen sus superiores?
—Nada. No dicen nada porque nada saben. Miento, finjo —se encogió de hombros.
—¿Miente? ¿Usted es un cura mentiroso? —preguntó Luis, levantando la voz.
—¡Shhh! Hable más bajo, hombre —urgió Morrán—; sí, miento, no hay nada de malo en ello. Soy uno más, sólo que no en el sentido más común entre los hombres de la Iglesia. Además, es poca cosa frente a la miseria y a la desesperación por la que están pasando millones de personas.
—Pero están los mandamientos. La Biblia dice...
—¡La Biblia dice! Lo único que me faltaba es que me venga usted, un científico, con la Biblia. La Biblia dice que Judas habló con la verdad a los romanos y que Pedro negó tres veces a Jesús. Más aún, ¿quién escribió la Biblia? Un copista latino de un copista griego de otro copista del arameo de un traductor del hebreo de vaya a saber uno cuántos intermediarios más. Y como si fuera poco, aparecen unos manuscritos, ¿y a quiénes recurre la Apologética para saber si son auténticos? ¡A los científicos! No. Mejor practico mi propia fe y trato de ayudar a los que me necesitan. Como quizá podría ayudarlo a usted. Veamos, es agnóstico, ¿verdad?
—Sí, claro —contestó de oficio Luis, que aún meditaba en las palabras del cura.
—“Sí, claro”: no tengo fe suficiente como para ser ateo. Vale, mejor. Seguro será más fácil razonar con usted. Ahora le voy a hablar como agnóstico; voy a decirle lo que vi y lo que oí de usted y a partir de allí le diré lo que creo. Agnosticismo puro. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —aceptó interesado Luis.
—Pues veamos. Usted es bioquímico, o sea que está dedicado a las formas más primitivas de la vida. Para interesarse en esos temas hay que tener más inquietudes que para hacerlo en la pura combinación de átomos y moléculas. A usted le interesa la vida, el complejo sistema de reacciones químicas cuyo fin último es perpetuarse. La ciencia que usted conoce, y ejerce, no es funcional ni de directo propósito industrial o económico. Busca respuestas al Misterio de la Vida, a la magia de la materia inerme que intenta perpetuarse y reproducirse. Por otro lado, usted me ha manifestado que es profesor, es decir alguien que no sólo indaga sino que también le gusta difundir y compartir los resultados de su trabajo y de su conocimiento. Esta es una tarea muy solitaria, se está muy aislado en el frente de un aula repleta de alumnos; además usted necesita claridad de pensamiento, dominio del lenguaje y manejo corporal de la comunicación. También me dijo que estaba desempleado. Eso explica qué está haciendo aquí en San Telmo, lejos de la Facultad, un martes al mediodía. Cuando entró, lo observé, vino derecho a esta mesa, sin mirar el resto del restaurant, lo que me permite suponer que viene usted con cierta frecuencia, así que debe vivir cerca. El hecho de que pidiera costillitas de cerdo y vino fino, de lo más caro que ofrece este lugar, me indica que a pesar de su condición de desempleado, no está preocupado por su economía, por lo menos aún no, lo cual indicaría que la pérdida de trabajo fue reciente, o que usted tiene otra fuente de ingresos. Su ropa no es llamativa, camisa, chaleco y pantalones comunes, de buena calidad, la combinación de colores es sobria, de buen gusto, usted los luce con elegante naturalidad. Me inclino a pensar que pertenece a una familia de clase media alta, que usted ha tenido buena educación y buenos modales desde niño –también se nota en la forma en que maneja los cubiertos–, su condición de desempleado le afecta más en lo vocacional, y en el ego supongo, que en lo económico. Tiene respaldo familiar. Su cabello húmedo indica que está recién bañado, es probable que se acabe de levantar. Si estuviera urgido por hallar empleo, se hubiera levantado mucho más temprano. Y no estaría aquí, tan tranquilo, conversando con un cura mentiroso. ¿Sigo?
—Sí, sí —contestó Luis muy interesado.
—Sin embargo, no estoy seguro de que, en realidad, esté tan tranquilo. Verá, desde que entró aquí me llamó la atención algo indefinible. Me cuesta ponerlo en palabras, tiene que ver más con lo que usted expresa con el cuerpo, con su rostro. Así como me llamó la atención su expresivo y contagioso goce al comer. En este mismo instante algo similar está ocurriendo y lo viene haciendo desde que estamos conversando. Es raro, nunca lo había visto antes. ¿Sabe a lo que me refiero?
—No —contestó Luis, curioso, sorprendido por la súbita pregunta.
—¿Ve? Ahí está. Ahí lo vi clarito. Usted, mi amigo, es perfectamente coherente; disfruta, o sufre, no lo sé, de la más absoluta de las coherencias que jamás he visto antes. Disculpe, por lo que le voy a decir, pero usted es anormal.
Luis tardó largos segundos en asimilar semejante afirmación. Le pareció detectar una contradicción en el discurso del religioso.
—Pero yo no me considero anormal. Sí puedo contarle una serie de cosas extrañas que me están ocurriendo en estos días. Pero antes tengo que decirle que no entiendo lo que usted dice acerca de la coherencia. Creo que hay coherencia y normalidad por un lado. Y la incoherencia y la anormalidad están del otro —se animó Luis, entusiasmado como científico, y también como repentino objeto de estudio.
—Se equivoca, mi cartesiano amigo. Lo normal es la incoherencia, y paso a explicarle. Todos nosotros, humanos, tenemos un dominio muy sofisticado de la palabra, de lo que llamamos comunicación verbal. Sin embargo, somos en realidad monos muy expresivos, y no crea que está descubriendo al primer cura darwinista. Como monos expresivos que somos tenemos una riquísima gama de gestos, movimientos, expresiones faciales y corporales que usamos todo el tiempo, pero que no dominamos en forma tan consciente como al lenguaje.
—Desmond Morris —interrumpió Luis.
—Ah, ¿lo leyó? Bien, entonces voy al grano. Como sabe, hay siempre contradicción entre el gesto corporal, que expresa lo más profundo, lo más cercano al inconsciente, y la comunicación verbal, dominio más propio de la mente consciente. Son sutiles diferencias que un observador aprende a identificar con su ojo atento y exponiéndose al contacto cotidiano con muchas personas desconocidas, como ocurre en mi profesión.
Ahora vamos a lo suyo. Desde que comencé a observarlo, identifiqué con certeza sus estados de ánimo, a través de sus expresiones, de sus posturas y de sus movimientos. Verlo disfrutar la comida fue muy llamativo, le diría que el placer que gozaba usted en ese momento se revelaba hasta en la pose de los pies. Y eso no es todo. Durante toda esta charla, sus gestos son coherentes con sus palabras; en todo momento percibo sus emociones con una tal claridad, que me parece leer su estado de ánimo. Ahora usted está asombrado, y a la vez aliviado, hasta siente cierta alegría. Diría que está más sorprendido de haber sido descubierto que de enterarse de una novedad inesperada. ¿Es cierto?
—Parcialmente. Yo no sabía que estaba emitiendo mensajes tan claros en forma indiscriminada.
—Por supuesto. Usted no puede ser etólogo y animal a la vez, no puede ser el observador objetivo de sí mismo —hizo un breve silencio para continuar en tono más íntimo—. Y ahora, por favor, cuénteme de qué se tratan esas anormalidades que le están ocurriendo.
Luis inició su relato. Habló pausado y conciso. Le contó al cura su altercado con Traverso, siguió con el encuentro con Silvia, habló del mendigo y de la golpiza en la calle Florida; también contó los sucesos más escabrosos; y los menos, los más dolientes, y los menos dolientes. Habló de su hijo, de Paula, de Eduardo y hasta mencionó al inglés que había conocido en la Reserva Ecológica. En ningún momento percibió censura por parte del Padre Morrán, que calló durante todo el relato, sin interrumpir, sin preguntar. Cuando Luis finalizó, ambos guardaron silencio un largo rato.
—Estimado amigo Luis —reinició Morrán—, hay que admitir que está en serios problemas. Y creo también que esto no depende tanto de usted como de —se interrumpió al ver que Luis tenía fija la mirada hacia la puerta. Se dio vuelta y vio a un hombre que avanzó hacia ellos, hasta detenerse ante la mesa:
—Hola, Luis.
—Hola, Eduardo —contestó Luis desde su lugar. Se hizo un profundo silencio.
—Eduardo, él es el Padre Morrán. Padre, él es Eduardo, mi amigo.
Los hombres se estrecharon las manos y el cura invitó a Eduardo a sentarse. Él dudó un instante, miró a Luis y luego aceptó, incómodo.
—Le estaba diciendo a nuestro amigo Luis que me parece que su problema es grave —dijo el Padre Morrán a Eduardo, eliminó el “yo sé que tu sabes que yo sé”.
—Estoy de acuerdo. Creo que Luis tiene que consultar a un profesional —dijo Eduardo mirando a Luis.
—Usted es psicólogo, ¿verdad, Eduardo? —preguntó el cura.
—Sí. Veo que Luis le ha contado sobre nosotros —dijo, con cierto engorro—. Entonces también sabrá que estoy demasiado involucrado como para poder ayudar con objetividad.
—Tranquilícese. No lo estoy invitando a que sea el terapeuta de su amigo. Además, supongo que usted mismo no debe estar con el mejor de los ánimos —agregó, y apoyó su mano sobre el hombro de Eduardo, comprensivo.
Eduardo se incomodó por el contacto físico con el cura.
El Padre Morrán sonrió, sutil, y luego retiró su mano.
—Sin embargo —continuó—, le voy a pedir que por un instante se olvide de Luis, el amigo, y piense en Luis, un hombre con un extraño comportamiento. ¿Está de acuerdo en que se comporta en forma extraña, no es así?
—Más que extraña, yo diría peligrosa, perversa
—Eso, me temo, es un juicio de valor. Y yo apelé a su profesionalismo. Veamos de nuevo. ¿Cómo definiría usted la anormalidad de este sujeto?
Eduardo meditó con cuidado. Se irguió como chicaneado, trató de conferirle un tono académico a sus palabras:
—Creo que Luis tiene un comportamiento neurótico, producto de un shock desencadenado por su despido. Liberó un sentimiento culposo y autodestructivo que lo lleva a decir y hacer cosas que provocan en los demás una reacción negativa, un castigo. Se expone para ser castigado.
—¿Eso es lo que pensás de mí? —reaccionó Luis.
—Tranquilo, tranquilo. Por favor, Luis, le voy a pedir que en tanto sea objeto de nuestra conversación, permanezca callado. ¿De acuerdo? —dijo Morrán.
Luis asintió. El cura se dirigió a Eduardo.
—Buen análisis, Eduardo. Algo así como el niño travieso que comete faltas porque en realidad busca el castigo, ¿no?
—Algo así. Sólo que en el caso de Luis, por ser adulto, es mucho más complejo, sus sentimientos de culpa se desarrollan a lo largo de los años;  lo más probable es que haya una culpa original, la culpa de todas las culpas, que debe remontarse a su infancia. Quedó al acecho hasta que hizo crisis cuando se enteró de su despido. Y ahora nos está haciendo pagar por su fracaso. ¡En especial, a mí! —exclamó Eduardo, había perdido de nuevo la calma.
—Ajá —dijo el cura, ignorando los comentarios finales de Eduardo—. ¿Y usted conoce casos similares?
—¿Similares al de Luis? No. No tengo otro amigo. No tengo ningún amigo —dijo Eduardo con énfasis y desvió la mirada.
—Me refería a casos de neurosis como la de Luis —insistió el cura con paciencia.
Eduardo trató de recomponerse.
—Comportamientos neuróticos con origen culposo, sí. Son comunes. Esta sintomatología en particular, no. Pero tampoco sé tanto de esto. No es mi especialidad —dijo, molesto.
—¿Y cuál es su especialidad, Eduardo?
—Bueno, yo no ejerzo. Trabajo en un banco.
—Disculpe. En realidad, para el caso, no importa cual es su especialidad. Dígame, ¿qué encuentra en la sintomatología de Luis que se parezca a otras también originadas en sentimientos culposos, autodestructivos?
—Bueno, hay miles de maneras de hacerse daño a uno mismo. Sometimiento a personas que nos hacen mal, diversos tipos de sadomasoquismo, relaciones equívocas por tiempo prolongado, en fin, toda una gama muy rica de manifestaciones de la culpa, ¿entiende?
—¿Y la Psicología permite prever, anticipar las reacciones neuróticas de estos enfermos? —preguntó el Padre con interés.
—Sí, en términos generales, sí.
—¿Y en términos particulares?
—¿Cómo en términos particulares? No entiendo.
—Quiero decir: ¿se puede prever la reacción del enfermo frente a determinado estímulo?
—No, no. Eso es muy complejo. Hay demasiados factores concurrentes. El enfermo no siempre reacciona igual. No es lineal, si a eso se refiere su pregunta.
—Bueno sí, a eso me refiero —contestó el Padre como hablándose a sí mismo—. Y dígame, Eduardo, ¿ya almorzó usted?
—¿Eh? Sí. Pero, ¿qué tiene que ver?
—Nada. Sólo que me dieron ganas de comer algo dulce, un postre, si no les molesta. ¿Usted, Luis, desea algo?
—Un flan mixto —dijo, con apetitoso brillo en los ojos.
—Y usted, Eduardo, ¿no se comería un postrecito? —insistió Morrán.
—No, no gracias, Padre. Me encantaría, pero me estoy cuidando.
El Padre Morrán llamó al mozo y ordenó los postres, luego retomó la conversación.
—Decíamos, entonces, que no es posible prever la reacción de un neurótico frente a una situación determinada, ¿es así? —preguntó dirigiéndose a Eduardo.
—Sí, así es.
—¿Y si reprodujéramos el mismo estímulo? Si se repitiera una misma situación con exactitud, ¿el enfermo reaccionaría siempre igual? —preguntó el Padre.
—¿Un mismo patrón de conducta? No. No creo. Aún los psicóticos no tienen un patrón de conducta definido con exactitud. Los locos son locos, ¿sabe? Pero no son locos de tiempo completo ni son máquinas. La ciencia de Luis es exacta y natural, la mía inexacta y social. El comportamiento neurótico sigue siendo humano y complejo, ni reproducible ni condicionable en términos absolutos. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con un tipo que de buenas a primeras se le da por ventilar los secretos más íntimos de los que lo suponen su amigo?
El mozo les trajo el pedido; Luis y el cura comenzaron a comer sus postres. Morrán ignoró la pregunta de Eduardo.
—¡Que bueno está esto! ¿No quiere probar? —invitó a Eduardo.
—No, no —rechazó con un gesto de la mano.
—Bueno, no está tan gordo. Dígame, Eduardo, ¿usted se masturba?
—¿Qué? ¿Qué me preguntó?
—Lo que oyó. Si usted se masturba. Si tiene el hábito de masturbarse con frecuencia —agregó el Padre Morrán con toda tranquilidad.
—Pero, ¿qué pregunta me hace? ¿Qué tiene que ver con lo que estamos hablando? ¿Y a usted qué le importa? Creí que el tema era Luis —corrió la silla como para marcharse.
—Aguarde, aguarde Eduardo —lo retuvo el cura—, ¿y usted, Luis? ¿Se masturba?
Luis necesitó unos segundos para terminar de tragar. Luego, con mirada curiosa contestó:
—¿Yo? Sí. Me gusta. ¿Por qué me lo pregunta?
El Padre Morrán tampoco le contestó a Luis. Volvió su mirada a Eduardo.
—Sabe, Eduardo, creo que usted me ha ayudado mucho a tratar de entender qué es lo que tiene Luis. Ahora, sin ánimo de molestarlo más, le digo que estoy en completo desacuerdo con usted —engulló un enorme pedazo de fresco y batata. La pausa de Morrán duró tres bocados más de postre. Eduardo pudo, al fin, recomponerse de su molestia:
—De lo que usted dijo no sé bien qué es en serio y qué no lo es.
—Todo lo que dije es serio y en serio. Usted me está preguntando, en verdad, cuánto de lo que dije en serio fue verdadero, y cuánto, falso, impostado o un simple juego. ¿Es así?
—Disculpe —contestó Eduardo con desconfianza—, no termino de entender. Creo que estamos complicando las cosas, y yéndonos del tema.
—No, no, Eduardo. Le explicaré. Lo que hice fue un simple experimento, muy parecido a los que realiza a diario nuestro amigo Luis en el laboratorio —le dirigió la mirada; Luis seguía muy concentrado en su flan.
—Verá —continuó Morrán—, ante una pregunta íntima y sorpresiva, usted y Luis reaccionaron en forma distinta, opuesta. Usted se sorprendió, tuvo una definitiva molestia y ocultó la respuesta con preguntas. Luis, en cambio, contestó en forma simple y afirmativa, con curiosidad genuina. Lo notable no es lo que dijo cada uno sino que ambos, de diversas formas, habéis contestado que sí.
—¡Yo no dije eso! —se defendió Eduardo.
—Exacto. Pero tampoco dio la respuesta negativa, la más natural, un sencillo “No. ¿Por qué me lo pregunta?”. Usted no puede decirme una verdad tan íntima, y tampoco está preparado –factor sorpresa de por medio–, para darme una respuesta falsa y creíble.
—Creí que el objeto de nuestra conversación era Luis y su problema —dijo irónico Eduardo.
—A eso voy, mi amigo. Ahora le pido que observe a Luis con atención y trate de conectarse con lo que siente al mirarlo.
Eduardo obedeció molesto y miró a Luis unos instantes.
—Siento afecto y preocupación —dijo Eduardo, sintético.
—¿Nada más? —preguntó Morrán.
—Usted sabe lo que siento, no sé para qué me lo pregunta —Eduardo se cruzó de brazos.
—Eduardo, míreme bien. Así. Ahora, dirija esta misma mirada a Luis —dijo el cura; Eduardo siguió sus instrucciones—. Así, así está bien. Tómese todo el tiempo que quiera. Así.
Eduardo, por primera vez, mantuvo la mirada sobre Luis, que seguía disfrutando su postre. Permanecieron así hasta que Luis terminó con el último bocado.
—Ahora dígame, Eduardo, ¿qué es lo que más quiere en este momento? —continuó Morrán.
—Un flan con dulce de leche y crema.
—¿Siente la saliva borbotear en la boca? ¿Está su mente en lucha desesperada por aplacar este impulso de sus sentidos?
Eduardo miraba fascinado a Luis y, sin tomar plena consciencia de ello, llamó al mozo con un gesto. Cuando se acercó, Eduardo reaccionó; hizo un movimiento de negación con la cabeza. Como si saliera de un hechizo, le habló al cura con enojo:
—No sé qué juego es éste, Padre. Y no entiendo por qué Luis está tan despreocupado, como si no tuviera problemas.
—¿Ve, Eduardo? A esto quería llegar. Nuestro amigo no tiene barrera alguna que obstaculice la expresión de su placer, de sus sentimientos ni de sus cuestiones más íntimas.
Eduardo meditó un momento, antes de responder.
—Veamos si le entendí. Usted me dice que Luis es incapaz de ocultar nada. No es un neurótico sino un inconsciente. ¿Sin escrúpulos? ¿Un hombre inocente, inescrupuloso?
—¿Sabe? Yo sí conozco casos como el de Luis; todo este tiempo, desde que vi a Luis, me estuvo rondando una sensación, cierto conocimiento, un vago aviso de mi memoria que no pude identificar, hasta ahora. Es como si ya conociera a Luis. No se trata de su aspecto, ni siquiera son sus acciones particulares, tampoco sus gestos. Es el personaje. ¿Alguno de vosotros ha leído el libro “Desde el jardín”? ¿O ha visto el largometraje?
Ambos asintieron.
—Algo de Luis me recuerda a Gardiner, el protagonista, un jardinero, un hombre sencillo y bueno, que de pronto se descubre en el centro del poder. No conozco la vida de Luis, pero estoy seguro de que antes de esto, era un buen hombre, más o menos común. ¿Es así?
—Yo nunca dije que fuera un mal tipo. Estoy aquí para ayudarlo —acotó Eduardo, defendiéndose de lo que interpretó como un ataque.
—Pero Padre, lo mío es real —protestó Luis —, no es ficticio. Yo soy yo, me siento yo mismo, sólo que no actúo como solía actuar.
—¿Actuar ha dicho? —preguntó el Padre, reflexivo—, curioso verbo.  Significa ejecutar una acción, real, concisa, verificable, pero también es representar un papel en el teatro. Todos actuamos un papel en la vida, “El mundo es un escenario” decía Shakespeare, y Luis, simplemente, actúa distinto, pero sin dejar de ser Luis. Usted, Eduardo, ¿no acaba de decirnos que reconoce en este hombre lo esencial de Luis?
—¿Un Jekyll puro? ¿Sin Hyde? —preguntó incrédulo.
—Sin Hyde. Hide con “i” latina, quiere decir ocultar. O sea que tenemos un Luis sin nada oculto. Bella idea. Recuerdo algunos otros personajes novelescos, legendarios. Fíjense en la antinomia Giordano Bruno, Galileo Galilei: uno fue muerto y sostuvo su verdad aún en sus últimos instantes de vida. El otro mintió, traicionó su credo, su verdad y ya lejos del peligro murmuró su famosa frase “Epur si muove”. Al menos tuvo el valor de decírselo a alguien, si no, no lo sabríamos –bromeó–, Galilei no era un hipócrita. La mayoría de nosotros tampoco lo somos. Tenemos dentro, en un rincón, a nuestro Giordano, pero actuamos como Galileo.
Los amigos guardaron silencio.
El cura siguió hablando, en voz mucho más baja, casi como para sí.
—Es curioso, parecería que Luis contagia un sinceramiento profundo, sentido. ¿Sabéis? En mi parroquia, en la Villa 31, hay un muchacho muy especial; Luis me recuerda a él. Es muy querido y respetado por todos. Juega muy bien al balonpié, es una maravilla, muy hábil, todos dicen que va a ser un gran centrojaf. Sin embargo, su popularidad no se basa sólo en esa destreza. Es un muchacho sencillo y noble. Tanto, que jamás simula una falta del contrario ni se queja cuando la falta es real, tampoco critica a sus compañeros cuando cometen algún error. Más aún, siempre reconoce los suyos propios. Es tan honesto que en los maches tiene dos puestos: el de jugador y el de árbrito. Cuando hay una situación dudosa, los adversarios mismos apelan a él, seguros de su honradez. No tiene muchas luces, sin embargo no es tonto, y, por cierto, no está loco. Le llamamos Pancho. Nadie, ni él mismo, conoce su apellido de origen.
—Disculpe, Padre, yo no me reconozco en ese Pancho —dijo Luis avergonzado—. Y mucho menos en Giordano Bruno. En cuanto a Galileo, no tengo su genio, pero hubiera hecho lo mismo.
—Pues hágalo, hombre —dijo el cura—, vaya a la Facultad y pídale a ese jefe suyo que no lo despida. Suplique y haga lo que él le ordene, como Galileo.
Luis dedicó unos instantes a la reflexión. Luego se dirigió a Eduardo:
—Ese Pancho me hace acordar a tu hermana.
—¿Mi hermana? ¡A ella no la metas en todo esto! —reaccionó con violencia.
—¿Qué pasa con su hermana, Eduardo? —preguntó el cura.
—Nada. No pasa nada. Es enferma, pero no tiene nada que ver con lo que estamos hablando; no sé por qué Luis me ataca con ella.
—¿Qué enfermedad?
—Síndrome de Down —contestó, seco, Eduardo, quitándose la pregunta de encima.
—Ah, comprendo; un bufón de Dios —dijo el cura, y echó una rápida mirada de asentimiento a Luis.
—¿Cómo?
—Sí, Eduardo. No se enoje. Al contrario, sienta orgullo por su hermana. El bufón, el loco, el fool de la tradición teatral inglesa, es el único que puede decir la verdad, porque tiene conexión directa con Dios.
Eduardo le devolvió una mirada de profundo agradecimiento.
—Mirad —continuó Morrán—, lo que deseo resaltar es el contexto. La situación del jardinero devenido presidente es artificial, clásica simplificación necesaria para el desarrollo de cualquier ficción. Pancho es real, creíble y aceptado. Luis encuentra enormes dificultades para relacionarse con su contexto habitual. En la Villa, quizá no tendría tantos problemas. Si fuera presidente, bueno, no puedo imaginarme un jardinero devenido presidente. Creo que sería de existencia fugaz —hizo una pausa, suspiró y al fin dijo: —como la de Juan Pablo I.
Los tres hombres permanecieron largo rato silenciosos, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
El Secretario Privado atendió la línea privada.
—Vení ya, Rubén.
Diez segundos y veinte pasos más tarde el Secretario entraba al despacho presidencial.
—Dame una buena —lo recibió el Presidente.
—Está todo arreglado. El Hiena y el Buseca ya se encargaron del asunto. No te preocupes, son de fierro —se sentó y se esparció sobre el generoso sillón frente al escritorio.
—Eso espero. No quiero oír hablar más eso, casi me echa a perder todos los planes con los ingleses. Tengo otros problemas. Parece que se hubieran puesto de acuerdo para escupirme el acuerdo con los británicos. Hasta en Cancillería están meando contra el viento. ¿Te enteraste de lo de Terma?
—Si, me lo contaron hace un rato. Es increíble. Otro que se le aflojó un tornillo. ¿Es cierto lo de la Marcha?
—¡Sí! ¡Viejo loco hijo de puta! ¿Te das cuenta? Ya es el segundo papelón que le hacemos a los british en la semana. Justo en esta semana, la más crucial. Si este acuerdo sale, va a ser por pura casualidad. Decí que la flema inglesa nos juega a favor, que si esto nos pasa con los yanquis ya tendríamos a los marines desembarcando en la Boca —el Presidente se tomo unos segundos de reflexión—. Hagamos una cosa. Arreglá para adelantar la conferencia de prensa. Hagámosla el jueves. No sea que arrepientan..
—Está bien. Yo me encargo. Quedate tranquilo, jefe. Si todavía no se pudrió con todo lo que pasó, ya no hay nada que lo pueda hacer caer. Tengo un pálpito: esta semana vamos a cambiar la Historia.
—¡Eso! ¡Bien Rubencito! ¡Eso es lo que quiero escuchar!
—Vaya —retomó el Padre Morrán, triste—, se ha ido casi toda la tarde. No sé si puedo seguir. Estoy confundido; reconozco que el vino también ha contribuido.
—“In vino, veritas” —musitó Eduardo.
—¿Cómo? Ah, sí. “In vino veritas”, en el vino, la verdad. Los borrachos no mienten, dice la versión criolla —bromeó el cura.
 —¿Ven? Con el vino sucede algo similar —siguió Eduardo—, existen formas de comportamiento como la de Luis, provocadas en forma artificial. El alcohol afecta la conducta del bebedor, le hace decir la verdad. No siempre, por supuesto. Y, ahora que lo pienso, hay drogas, el Suero de la Verdad, por ejemplo, que impiden mentir a quien las ingiere. Es posible que el estado de Luis tenga una causa orgánica.
—Yo no estoy borracho ni drogado —se defendió Luis.
—Quizá no hayamos considerado todas las alternativas. Vos trabajás con productos químicos. Quién sabe los efectos que puedan tener, sobre todo al exponerte en forma cotidiana, como lo hacés vos. Estoy especulando; cada vez me convenzo más de que tenés que consultar a un médico.
—¿Tu psicólogo amigo? —preguntó Luis.
—No, esto es más complejo. Estoy pensando en un médico. Un especialista. Un psiquiatra.
—Creo que vale la pena. Necesitamos, por lo menos, descartar causas... —dijo Morrán.
—Tomá —dijo Eduardo luego de garabatear un número telefónico en una servilleta —, el doctor Callejón es un gran psiquiatra, fue profesor mío en la Facultad; nos vemos cada tanto. Decile que sos mi amigo y que esto es urgente
—Sabe, Eduardo —intervino el cura, saliendo de algún oscuro pensamiento—, no tengo opinión formada sobre si es lo mejor o no, pero cuando usted dijo la palabra “urgente”, una alarma se encendió en mi mente. Urgente significa grave. Imagínese si en pocos días –¿cuántos? ¿Tres o cuatro?–, Luis ha tenido estos problemas, ¿qué puede pasar si continúa expuesto? Las situaciones anormales disparan consecuencias imprevisibles. Luis puede alterar para siempre el edificio construido alrededor de él, su historia personal, sus afectos. Como los cuentos de universos paralelos, Luis viene de otra dimensión a ocupar el lugar de alguien muy semejante, pero distinto. Fíjese que usted ha reaccionado bastante bien; podría haber reaccionado muy mal, inclusive en forma trágica. ¿Y si el mafioso usaba un puñal  en lugar del puntapié? ¿Acaso tenemos la certeza de que Luis no siga repitiendo su conducta? Es preocupante. Hay que agotar las instancias para ayudarlo a resolver su situación. Por lo pronto, él tendría que aislarse todo lo posible y exponerse sólo lo mínimo necesario. Puedo ofrecerle, Luis, cama y comida, allá en la Villa. ¿Qué me dice?
—No, Padre —dijo Luis—. Entiendo su preocupación, pero creo que sería exagerado. Por lo pronto, hace un buen rato que no me pasa nada extraordinario, salvo esta circunstancia de comer y charlar con personas que me expresan afecto e interés. Me voy a orinar —se levantó como impelido por un resorte. Los otros dos se miraron, sorprendidos por la novedosa cualidad de Luis, saltar de la palabra y a los hechos, con simpleza y eficiencia.

El baño era extremadamente porteño, la perfecta contracara del salón. Los pisos de mosaicos amarillos, húmedos y fangosos, con restos de papel, colillas y boletos de colectivo. La puerta, antigua, gris, con sus vidrios también pintados del mismo gris, traslúcido, extrañaba desde hacía años un picaporte. Al abrirse, chocaba contra un pequeño lavatorio, con dos canillas, una goteante y con su manija enfardada con alambre, la otra abierta. El baño se estrechaba a la mitad para formar el marco de una puerta ausente. El único mingitorio, un sector de la pared con un caño pinchado, largaba chorros de agua sobre una superficie de cemento alisado, color óxido de orín. La canaleta que conducía los efluentes tenía la rejilla tapada con puchos. Un charco abarcaba casi todo el piso. Las paredes estaban revestidas con azulejos que alguna vez fueron blancos, hasta una altura, luego seguían hasta el techo pintados en desafortunado marrón. La mezcla de hedores era una gloria para las moscas. Luis orinó desde la mínima distancia que le permitía el charco, conmocionado por el asco que le producía el lugar, y por el intenso placer de su descarga. Frente a él, en todas las paredes, a alturas variables pero humanas, había leyendas escritas en una infinita gama de tamaños, estilos, colores, tintas y herramientas. La mayoría de las frases eran anónimas o firmadas con seudónimos; los temas eran sexuales y escatológicos, con algunas excepciones futbolísticas. Una le llamó la atención a Luis. Estaba casi a la altura de sus ojos, la caligrafía era prolija y perfecta, hasta con cierta gracia estética. Había sido realizada con marcadores de varios colores, decía: “Eso que tenés ahí, lo quiero acá”, y un número telefónico que le resultó familiar. Recordó. Lo había visto en el margen de un periódico. Era el número de teléfono de la Morocha de los diarios.
Volvió al salón; miró fijo hacia la salida, pasó de largo la mesa donde lo esperaban Eduardo y el cura; los dos hombres se quedaron inmóviles, trataron de interpretar esa rápida y susurrada despedida.
El Padre Morrán salió detrás de Luis, no bien se repuso de la sorpresa. Eduardo se quedó pagando la cuenta. El cura se detuvo en la puerta del restaurant, miró hacia la esquina, vio a Luis, a unos cincuenta metros, conversando animadamente con una joven vestida con ropa rústica e informal. El cabello negro, enrulado, largo, y la tez oscura. Con el brazo izquierdo, Luis le tomaba la mano derecha; ella sostenía con la otra mano un gran paquete de diarios, demasiado grande para una chica menuda. Luis hablaba; intentaba abrazar a la chica y arrastrarla consigo. Ella se resistía, negaba con la cabeza y plantaba sus pies en la vereda. La insistencia de Luis era franca, hasta bruta. La resistencia de la chica, tenaz. Él insistía en tomarla y arrastrarla, sumando nuevos fracasos. Entonces, cambió la táctica: su derecha fue directa a un seno de la mujer; con la izquierda tomó la mano libre de ella y la forzó a refregársela por la entrepierna de Luis. La mujer soltó los diarios, se zafó de Luis y le pegó un empellón tan fuerte que lo hizo caer sentado. La Morocha aprovechó para salir corriendo y perderse tras la esquina.
Morrán sintió la mirada de Eduardo a sus espaldas. Él también había observado en silencio a Luis.
—Me parece que tiene problemas en este tema también —dijo Eduardo.
—Es claro, el sexo requiere de cierto comportamiento engañoso que él no puede ejecutar —concluyó, risueño, el Padre Morrán.
Ambos se dedicaron sonrisas de complicidad y volvieron sus miradas hacia la esquina, ahora  desierta. Con paso rápido se dirigieron hacia allí, no encontraron rastro de Luis. El Padre Morrán propuso ir a buscarlo hasta la casa.
—Padre —dijo Eduardo—, yo también estoy preocupado por él. Por desgracia, esta situación provocó un quiebre profundo en mi familia, debo encarar eso ahora. Es mi prioridad. Quisiera hacer más por Luis pero no puedo.
Eduardo entregó a Morrán su tarjeta, sobre la que escribió el domicilio de Luis y se despidió.
El Padre Morrán fue a pie; como había supuesto, la casa de Luis quedaba a unas cuadras de allí.
Cuando llegó, apretó el botón del portero eléctrico en el departamento Primero “A”. No hubo respuesta. Esperó unos minutos y volvió a intentar, sin éxito. ¿Luis podría negarse? No. Sin embargo, decidió despejar su duda: trató de identificar el departamento de Luis desde afuera. Si es “A”, daba al frente. Morrán cruzó la calle y observó el balcón del primer piso en busca de algún movimiento. Esperó varios minutos sin percibir ningún signo de vida. Al cabo, se convenció de que Luis no estaba en su casa. El cura volvió a cruzar la calle y se sentó en los escalones de la entrada, a esperarlo.
Martes a la tarde.

Había pasado más de una hora cuando un automóvil lujoso, muy grande y de color azul noche se detuvo frente al edificio. El largo capot estaba presidido, a modo de estandarte, por una metálica estrella de tres puntas. “De tres, auto alemán, de cuatro, la rosa de los vientos, de cinco, los comunistas, de seis, el pueblo elegido”, pensó Morrán, maravillado por la versatilidad simbólica de las estrellas. “Elegido, no, elector; ellos lo eligieron a Él”, se corrigió. Se abrió una puerta y del vehículo descendió un hombre mayor, de unos setenta años, vestía impecable traje gris oscuro y camisa blanca. El toque de color lo daba una corbata clásica, a rayas grises y bordó. Era alto y delgado, bien parecido, con el cabello plateado, corto y engominado. Usaba una fina barba candado, muy corta y prolija, también blanca. Caminaba erguido y solemne: fue hacia donde se encontraba el cura, le dirigió una breve mirada, seguro ya de contar con su atención. Se detuvo frente al portero eléctrico y comenzó a apretar un botón con movimientos breves, firmes, frecuentes.
El Padre Morrán se dio cuenta de que el hombre también llamaba al departamento de Luis. Insistía una y otra vez, con creciente frecuencia, echaba de tanto en tanto alguna ojeada al cura. Consultó su reloj; se dio media vuelta hacia el auto.
—Luis no está.
—Perdón, señor. ¿Me habló? —el hombre se detuvo, le dedicó a Morrán su primera mirada franca.
—Luis no está. Usted busca a Luis, ¿no es así? —el cura se incorporó y se acercó.
—El señor es...
—Disculpe —dijo el cura, y se irguió un poco más, trató de alcanzar la actitud respetuosa que su interlocutor le demandaba—, soy Augusto Morrán —le tendió su mano.
El hombre aguardó unos instantes, como esperando que Morrán completara su presentación con algún título, luego se la estrechó.
—Soy el juez Luis Lebón, mucho gusto —contestó solemne—, ¿conoce a mi hijo? —agregó, menos tenso.
—Así es. Lo estoy aguardando desde hace una hora.
—Y usted se dedica a... —dijo el juez, volviendo al tono interrogatorio.
—Soy sacerdote.
—¡Ah! No sabía que mi hijo tuviera amistades en el clero —se le escapó al sorprendido juez.
—Pues yo ignoraba que Luis tuviera familiares en la Justicia —replicó mordaz Morrán.
El otro no hizo caso al comentario, y continuó interrogando, con interés más transparente.
—¿Usted lo conoce bien? ¿Sabe de su situación?
—Sí, me la ha referido hoy —respondió Morrán.
—Ah, estoy tratando desde esta mañana de comunicarme con él. Es muy importante que le hable —dijo Lebón en tono más amistoso.
—Estoy de acuerdo. Creo que es importante que todos lo ayudemos en este momento  —convino Morrán.
—Bueno, justamente, quiero encontrarlo para darle una buena noticia.
—¿Buena noticia? ¿Qué buena noticia puede ser? —preguntó el cura, casi como a sí mismo.
—Está todo arreglado. Hablé esta mañana con el Decano de la Facultad de Luis, el doctor Pilatti, es amigo mío, me llamó a mi despacho para preguntarme adónde podía encontrar a Luis. Me contó lo sucedido y me dijo que necesitaba hablar con mi hijo y aclarar la situación. Parece ser que este doctor Traverso, jefe de Luis, se habría extralimitado en sus atribuciones al despedirlo. El caso generó algún escándalo, porque el doctor Pilatti mostraba tanta urgencia por encontrar a Luis, como incomodidad al hablar del tal Traverso. De hecho, me dio a entender que este sujeto fue despedido de inmediato.
El Padre Morrán cayó en la cuenta de lo limitada que era la información con que contaba el juez sobre su hijo. Dudó en un primer momento en informarle el completo cuadro de situación, no quería inmiscuirse en una relación filial.
—Me pregunto si lo que me cuenta tiene importancia ahora. Si revertirá la historia —murmuró el cura, como reflexión, aunque dejó que el juez lo escuchara.
Lebón lo miraba intrigado; Morrán decidió que si el juez no estaba enterado de las aventuras de su hijo, era porque no había tenido oportunidad de hablar con él. Por cierto Luis no estaba en condiciones de ocultarle nada a su padre. Ni a nadie.
—Doctor Lebón, permítame decirle que los problemas de su hijo van más allá de su despido: quisiera que preste mucha atención a la historia que le voy a contar.
El juez escuchó mudo todo el relato del cura, que si bien era extenso, no se detuvo en todos los detalles, por ejemplo en los de índole sexual, propios de los oídos pero no de la boca de un clérigo.
Cuando Morrán terminó, Lebón permaneció largo rato en silencio, se resistía a abandonar la perspectiva que tenía del asunto un rato antes.
—Padre —dijo, grave—, si no fuera usted un hombre de la Iglesia, le diría que lo que me acaba de contar es un disparate. Pero soy creyente, y como tal me permitiré la duda y le diré como San Pedro, “ver para creer”. Debo encontrar a Luis.
—Se nos escabulló aquí en el barrio, quizá no esté muy lejos.
—Usted no se preocupe más, Padre. Yo me encargo de mi hijo. Tenga la seguridad de que lo voy a encontrar.
Anochecía. El Padre Morrán debía volver a la parroquia.
—¿Puedo acercarlo hasta allí? —se ofreció el juez.
—¿Adónde va usted ahora? —preguntó Morrán.
—Voy a mi casa; quiero llamar a algunos amigos importantes que me serán útiles para encontrar a Luis —respondió el juez Lebón, con fastidiosa altivez—. Vivo en Recoleta.
—¿Recoleta? Ah, pues entonces somos vecinos —respondió el cura, sin que el juez captara la ironía.
La persecución de Luis a la Morocha había terminado –literalmente–, contra la puerta de la casa de la muchacha. Desde allí buscó, todavía urgido por su deseo genérico, un teléfono público; intentó llamar a Paula; sólo contestaba una máquina. Probó llamar al celular, respondió una voz femenina, anónima, que informaba que el aparato se encontraba apagado o fuera del área de cobertura. “No me queda más que Silvia”, sus pensamientos y acciones subordinados al caprichoso cosquilleo que se irradiaba desde su entrepierna. Tomó un colectivo hacia Retiro. Durante el viaje lo único sensato que su urgencia le permitió fue pensar en que dejaría que Silvia decidiera el nombre de su futuro hijo.
Llegó al edificio; llamó por el portero eléctrico. No hubo contestación. Insistió una segunda vez, con un toque más sostenido. Nada. Hizo un tercer, y aún más desesperado intento. Cuando se disponía a irse, escuchó una voz femenina y metálica.
—¿Quién? —dijo alguien a través del pequeño parlante.
—Soy yo, Luis. Abrime, Silvia
—¿Qué querés?
—Lo que vos también querés. Dale, abrime.
—No, ya lo tengo resuelto. De hecho tocaste en el momento justo en que lo resolvía. No te necesito.
Luis se quedó un buen rato perplejo frente la botonera de bronce. El efecto inmediato de la sorpresa fue apagar su libido; caminó hasta darse cuenta de que su interés por Silvia ya no era distinto del que tenía por los especímenes de su laboratorio. Sin decidirse de pleno adónde ir, sus pasos infantiles lo llevaron hacia la Plaza Francia. Caminó por la recova de Libertador que comenzaba a segmentarse por un cambio de criterio municipal. Enfrente y a lo largo de la avenida, un extenso muro capitalista ocultaba las vías y la Villa 31 de los ojos de Luis, y del mundo. La pared estaba cubierta por carteles publicitarios, vanguardia de una ofensiva global, desplegaba como armas una batería de champúes, autos y ropa interior. Siguió hasta Callao, siempre del lado de los vencedores.
En la esquina se detuvo; titubeó hacia dónde continuar, observó un luminoso quiosco de revistas, una señora mayor miraba con interés una pila de diarios. La mujer, flaca y encorvada, con el cabello canoso semioculto bajo un sombrero rojo como su elegante y clásico tapado. Con una correa carmín en una mano, tenía bajo supuesto control a un enorme dogo que olfateaba a su lado los diarios y las revistas. Con la otra mano se sostenía los anteojos, para evitar que se le cayeran al inclinarse para ver mejor el primer periódico de la pila. Lo tomó y abrió, y comenzó a leerlo con avidez. Se dirigió al diariero que se encontraba a un lado, ocupado en desatar y acomodar unas revistas, parecía no hacerle caso a la señora. Ella miró entonces en dirección de Luis, que la observaba desde apenas unos pasos más atrás, señaló los diarios, y le dijo:
—¿Vio qué horror, señor? Ya no se puede andar tranquila por la calle.
—No sé de qué habla —contestó Luis, sin moverse de su lugar.
La mujer se volvió a dirigir a él, con la naturalidad de quien chusmea con un vecino conocido.
—Un espanto, mire usted —ella se acercó a Luis, diario en mano—, otra más. ¿Quién puede hacer algo así? ¿Es que no tienen madre?
Luis se dio cuenta de que se trataba del diario Crónica. Evitó mirar por la amenaza de una imagen sangrienta. La mujer ya tenía acorralado a Luis contra la pared e insistía en compartir con él su morbosa indignación.
—¿De qué me habla?
—Pero mire usted, fíjese. ¡Qué me dice! ¡Dígame qué tenemos que hacer con esto! —plantó el periódico frente a los ojos de Luis. Sin más remedio, vio la foto, cuatro columnas. Le arrebató a la mujer el diario y comenzó a leer enloquecido la nota:

“VIOLADA Y MUTILADA”.
“Hermosa joven hallada desnuda y salvajemente vejada en San Isidro”.

“Una hermosa joven de 20 años se hallaba en estado desesperante, al cierre de esta edición, luego de ser encontrada esta mañana por unos vecinos en un terreno baldío de la localidad de San Isidro. La muchacha, que presentaba signos evidentes de haber sido sometida a todo tipo de vejámenes, fue internada en el Hospital de San Isidro en estado gravísimo y con pronóstico reservado.
El vecino que dio la alarma a la Comisaría 43 de San Isidro acerca de su macabro hallazgo, dijo a este cronista que él había descubierto a la joven abandonada desnuda entre los matorrales de un baldío cercano a su domicilio, esa mañana temprano cuando paseaba a su perro. El hombre describió con detalle las horribles laceraciones y cortes que presentaba el hermoso cuerpo de la infortunada muchacha.
Fuentes médicas del Hospital de San Isidro informaron que la víctima se encontraba en estado inconsciente al ingresar al nosocomio; presentaba huellas de haber sido sometida a reiterados y variados maltratos sexuales, además de golpes y quemaduras que se distribuían por toda su humanidad, con mayor frecuencia en las zonas genitales, los pechos y el rostro. Sin embargo, las mismas fuentes médicas expresaron sus dudas respecto a que el estado de la mujer fuera consecuencia de los golpes, por cuanto habríase detectado la presencia de altísimos niveles de heroína en su sangre.
Un parte policial informó que la víctima fue identificada como Paula Magdala, argentina, de 18 años, de profesión prostituta, con domicilio en esta Capital. Las fuentes policiales no descartan un móvil pasional de tan aberrante crimen”.

Luis se deslizó contra la pared hasta el suelo mientras repetía el nombre de Paula. Ocultó su cabeza entre los brazos. La anciana seguía hablando; él ya no la escuchaba. Las manos de Luis percibieron, nítida, la seca lengua del dogo. Un rumor de voces quedas fue creciendo a su alrededor; cuando abrió los ojos, se encontró cercado por un bosque de piernas, que logró fisurar para arrojarse dentro de un oportuno taxi.
Martes a la noche.

Entró por la puerta vaivén de la insomne guardia, el olor del miedo sofocaba la sala de espera. La surcaban indolentes médicos y enfermeras con adustos rostros o inescrutables chanzas; hacían alarde de ignorar su rol protagónico. La omnipresente luz alba creaba una puesta perfecta de verdes y blancos, como preparando la entrada en escena del color más temido.
Luis atravesó la sala como si fuera un experimentado concurrente y evitó la mirada y los obstáculos del personal que encontró a su paso. Siguió las pistas colocadas en las cada vez más desiertas encrucijadas; pronto se encontró frente a dos grandes puertas de vidrios opacos, con la leyenda “Terapia Intensiva”. Entrada al prepurgatorio.
La sala estaba cubierta de una intensa penumbra que dejaba apenas adivinar un pasillo arbolado de camas a uno y otro lado. Algunas resguardadas por pequeños biombos que servían de frágil escenografía a los pequeños dramas que se representaban con gran resignación.
Un extraño concierto de aparatos llamó la atención y los pasos de Luis hacia el fondo de la sala. Como enorme útero, un gran cilindro se afanaba en torno a alguien, apenas se discernían la cabeza y el rostro cubierto por una máscara de aire. Luis se aproximó y se inclinó, buscando alguna seña familiar en esa cara devastada de moretones, rasguños y quemaduras. El ojo izquierdo se encontraba oculto bajo un globo morado y fluido. El ojo derecho estaba abierto y reconocible.
—Paula, ¿me oís? —susurró Luis al ojo, que no lo miró.
—Paula, Paula, soy yo, Luis —el ojo tampoco pestañeó.
—Paula, por favor, respondé —rogó, el ojo era todo pupila y reflejo de penumbra.
—Paulita, ¿qué te han hecho? —rozó con los dedos la frente ilesa de Paula.
—¿Qué está haciendo acá? —se oyó, grave y urgente, un susurro. Al girar vio a un hombre vestido de blanco que lo miraba amenazante. El médico tomó a Luis del brazo y lo condujo fuera de la sala.
—¿Cómo está ella, doctor? —preguntó Luis, ni bien hubieron salido.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace acá?
—Vine a verla, ¿cómo está? ¿Se va a salvar?
—¿La conoce? ¿Quién es usted? —siguió interrogando, poco paciente, el médico.
—Soy un amigo. Por favor, dígame cómo está Paula.
El doctor atendió las palabras de Luis, y mejoró su actitud y su tono:
—Se hizo lo que se pudo. Ya no está en nuestras manos —dijo de oficio.
—Pero, ¿hay alguna esperanza? ¿Puede sobrevivir?
—En estos casos pueden durar horas o años así. Sólo resta rezar. Lo siento. No debe estar aquí. Lo acompaño hasta la salida —dijo, como siguiendo instrucciones superiores.
Llevó a Luis hasta la puerta de la guardia, antes de despedirlo tuvo un repentino gesto de amabilidad: le pidió a Luis sus datos, para llamarlo en caso de que hubieran novedades. Luego lo saludó y se dirigió a atender a dos hombres que se hallaban sentados en la sala.

El recuerdo del ojo de Paula que acompañó a Luis, y a sus ensueños tirados en el fondo de un colectivo 60, sólo desapareció cuando por tercera vez el conductor le reclamó apearse.

Luis caminó las desiertas calles hasta su casa. Cuando ponía la llave en la cerradura de la puerta de calle, observó un papel de anotador tirado en el suelo del hall de entrada. Grandes letras escritas con birome azul decían: 
“Luis: te espero en el bar de la plaza. Es urgente. Silvia.”
Luis volvió sobre sus pasos y corrió en dirección al bajo, al doblar en la esquina se llevó por delante a dos hombres que venían en sentido contrario. Luis cayó por el encontronazo. Uno de ellos se detuvo y comenzó a insultarlo, mientras que el otro sólo se quedó unos pasos más atrás. Ambos eran mucho más corpulentos que Luis.
—¡Idiota! ¿Por qué no te fijás por dónde vas? —dijo el más pequeño.
—Y ustedes, ¿qué? ¿Por qué no se fijan también? —contestó, desconocido.
El tipo se acercó a Luis y lo tomó de los hombros.
—¿Qué dijiste? ¿Escuché bien? —levantó la mano como para cachetearlo, su compañero se la detuvo a tiempo.
—Ahora no, Hiena, ahora no. Vamos. Tenemos trabajo. Dejalo para otra vez —dijo el gorila. El otro soltó a Luis y los dos siguieron su camino.
Luis también continuó su carrera para llegar al bar justo cuando Silvia se disponía a irse.
—Hola Luis. Te estoy esperando desde hace horas —dijo Silvia, su voz denotaba dificultad para expresarse—, tengo que decirte algunas cosas.
—Mirá, Silvia, yo soy el que debe darte una explicación acerca de por qué me aparecí así, de golpe, en tu casa —se excusó Luis.
—No, Luis. Eso no importa ya —hizo una breve pausa—, estoy segura de que esta noche quedé embarazada, de Eduardo.
—Eduardo, ¿qué Eduardo?
—Eduardo Decive, tu amigo.
—Eso es imposible
—Vino de parte tuya.
—Esto no está ocurriendo.
—Apareció en casa, un rato antes que vos. Yo ya estaba lista para cualquiera, ya tenía tomada mi decisión. Fue frenético. Después, comenzó a reírse y a nombrarte. Estaba loco.
—No tiene sentido —murmuró Luis, y se levantó para irse.
—Esperá, falta algo. Tomá —dijo ella, le entregó un gran sobre marrón—, se lo olvidó, no sé qué es. Yo no quiero a volver a verlo.
—Yo sí. Ahora mismo —dijo Luis; tomó el sobre y se marchó. Al salir a la calle, detuvo a un solitario taxi que pasaba justo por ahí. Le indicó la dirección y el vehículo arrancó. Al llegar a la siguiente esquina, dobló; Luis pudo ver, por un instante, a la distancia, a Silvia parada en la esquina con dos hombres, los mismos con quien él se topara un rato antes. Pero su mente sólo podía pensar en Eduardo. Eduardo cornudo, malherido y maldiciente.
Sus manos, distraídas, comenzaron a jugar con la boca del sobre, fuera de la mirada de Luis. La izquierda lo sostuvo mientras la derecha, subrepticia, se introdujo con un rápido movimiento y plantó un fajo de papeles frente a los ojos de Luis. Fotos. Grandes y coloridas fotografías. Luis reconoció de inmediato la habitación matrimonial de Eduardo. Le costó identificar a Margarita, desnuda y aferrada a un hombre. Luis no lo conocía. En la siguiente, de nuevo la habitación y Margarita, con otro sujeto, también desconocido. En la tercera, Roberto, amigo suyo y de Eduardo, también en la habitación, también con Margarita, también desnuda. Luis hojeó rápido la docena de fotos. En todas estaba Margarita. En todas, un hombre distinto, hasta el mismo el jefe de Eduardo en el banco. Todas las imágenes estaban tomadas en la misma habitación. Todas desde el mismo ángulo. Todas apenas mal encuadradas, un poco fuera de foco. Los protagonistas no miraban a cámara. Era evidente que no sabían que habían sido fotografiados. El fotógrafo había ocultado perfectamente la cámara. No podía ser otro que el mismo Eduardo.
—¿Y, don? ¿Me escuchó? Ya llegamos —dijo el taxista mirándolo por el espejo.
—No —contestó Luis—. Cambié de parecer. Volvamos —dijo, y guardó las fotos en el sobre.
Miércoles a la mañana.

El sol ya asomaba en el cielo de San Telmo cuando Luis llegó a su casa. El hall de entrada estaba desierto. Luis recordó la nota de Silvia y se revisó distraído los bolsillos, no la encontró. Oyó el ruido sordo y lejano de un teléfono, el volumen crecía a medida que él subía la escalera. Apuró el paso; abrió la puerta y alcanzó a levantar el tubo para oír la voz de su hermano Sebastián:
—Por fin, loco. Dos días buscándote. ¿Para qué ponés el contestador, si no respondés los mensajes? ¿Qué te pasa, viejo? Mirá la hora que es. Esto lo hago por vos, ni por un cliente lo haría.
—¿Qué necesitás? ¿Qué pasa? —preguntó Luis.
—¡Vos decime qué pasa! Mamá me tiene loco desde el lunes: que te llame, que hable con vos, yo qué sé cuántas cosas más. Está muy angustiada.
—¿Mamá te llamó? —pregunto Luis sorprendido.
—¿Si me llamó? Ya no puedo atender el celular, me interrumpe todas las reuniones. Dice que estás muy enfermo, que te notó muy raro y que perdiste el trabajo. ¿Es cierto?
—Sí, es cierto, pero eso es lo de menos. Me cuesta creer que mamá...
—Escuchá, genio. Yo no me quedé quieto y te conseguí un laburo. Por eso te llamo, tenés que ir a las diez a la dirección que te voy a dictar. ¿Tenés lápiz y papel?
—Mirá, Sebas. Te agradezco pero tengo otros problemas ahora. No estoy como para pensar en un trabajo.
—No entendés. Es una oportunidad buenísima. Te están esperando. No la podés dejar pasar, loco.
—Escuchame Sebastián: estoy sin dormir, ahora no es el momento. En todo caso llamame otro día y lo charlamos.
—No. Tiene que ser ahora. Mañana es tarde. Tenés que hacer lo que te digo. No va a haber otra oportunidad como ésta.
—Pero, ¿por qué tanta urgencia?
—Yo ya les dije que ibas, me comprometí. Además, te juro, loco, esto es justo para vos.
—¿Les dijiste que yo iba? Pero, ¿no tendrías que haberme consultado primero?
—Traté, viejo, pero no te podía encontrar, ¿no te dije? Ahora ya está. Loco, en serio, con esto te salvás. No me falles.
—Pero, ¿qué clase de laburo es?
—Muy sencillo. Tenés que actuar en un comercial de un detergente.
—¿Estás en pedo? ¡Yo no soy actor! Ni me interesa. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—No te preocupes, es fácil. Es un científico que hace demostraciones del producto en un laboratorio, una pavada para vos. ¡Y es un protagónico! Los de la productora te están esperando para filmar. Está todo arreglado.
—Vos estás delirando, Sebastián.
—No, Luisito. Es muy buena oportunidad. Te van a pagar mucho, y además, si sale bien, seguro que el cliente te va a utilizar como el protagonista de los comerciales que vienen. Es una compañía muy fuerte. Luis, estamos hablando de plata grosa.
—¿Y por qué no contratan a un modelo profesional?
—No, está bien. Es que el tipo se enfermó, ya teníamos todo listo y nos cuesta una fortuna cada día de atraso. Si se entera el cliente nos hace de goma, ¿sabés? Yo pensé que era una oportunidad ideal para vos. Estas cosas ocurren una vez en la vida, ¿entendés? Hay que aprovecharlas.
—Pero, entonces, lo que pasa en realidad es que vos...—dijo Luis—, no cortes, esperá que alguien llama a la puerta —apoyó el tubo sobre la mesa, y atendió.
No terminó de girar el picaporte cuando la puerta se abalanzó sobre él y lo arrojó contra la mesa, al suelo. Dos hombres entraron al departamento, y cerraron la puerta tras de sí. Luis reconoció de inmediato a uno. Era el tipo con quien había tenido el encontronazo en la esquina, horas antes. Tenía un revólver en la mano derecha.
—¿Quiénes son? ¿Qué quieren? —gritó Luis desde el suelo.
El gorila se puso en cuclillas y colocó el caño sobre el pecho de Luis.
—Así que sos escurridizo, ¿eh? Tu amiguita Silvia nos mandó de paseo hasta lo de ese Eduardo, pero no te sirvió de mucho. Y ahora te reconozco: sos el guapito que nos chocamos anoche en la esquina —dijo, y le preguntó a su compañero:
—¿Viste Buseca? Era él. El tordo del hospital nos cantó la precisa. Lástima que no lo reconocimos antes, nos hubiéramos ahorrado un montón de paseo. Avisá que ya tenemos el paquete.
—Mecachendié, Hiena. Tenés razón —dijo el otro. Sacó un teléfono celular y marcó.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —insistió Luis.
—Escuchame bien, idiota. Vas a venir a dar una vuelta con nosotros, tranquilito, como si nada. A la primera cosa rara, sos boleta, ¿me entendés? —el Hiena colocó el caño en la punta de la nariz de Luis.
La nube de su aliento caliente y húmedo, condensado contra el grueso paño de la capucha, fue devastada por un alud de luz y aire frío. Luis, por puro movimiento reflejo quiso cubrirse el rostro con una mano. No pudo. Tenía atadas las muñecas por detrás de la espalda. Tirado, y desde el suelo, sus ojos hicieron foco en la pared descascarada y crema que estaba frente a él. Tres sombras, humanas, de distinto y desproporcionado tamaño, ocupaban la mayor parte del muro. Una voz conocida –Luis la identificó con la sombra más pequeña, sobre la izquierda del muro–, dijo:
—Hablá por las buenas. ¿Qué sabés?
—¿Qué sé de qué? —preguntó Luis, temblando.
El siseo breve precedió al estampido en sus nalgas, después un sonido sordo y la corriente de dolor que subió rápido por la espalda, el cuello y el rostro hasta estallarle en los ojos y en la garganta. Las piernas de Luis se plegaron y su cara besó el suelo.
—Se acabaron los juegos, imbécil. Decime qué sabés —repitió la misma voz.
—No sé... De qué —dudó Luis. Vio al gran zapato negro que irrumpió entre sus piernas, aplastó su bolsa testicular, la corriente de dolor líquido subió por cada ingle a los lados del vientre hasta desembocar en la boca de su estómago. El aire se le escapó de los pulmones; la garganta se le cerró. Luis se enrolló como un bicho bolita. Los primeros excedentes de aire los utilizó para hablar:
—Qué...  quieren saber...
—Paula Magdala. La puta, ¿la conocés?
—Sí —dijo Luis—, la conocía. Era amiga mía.
—Amiga, ¿eh? ¿Trabaja para vos?
—No. Era amiga. Nada más.
El pie pateador ahora se apoyó sobre la cabeza, muy cerca de la oreja izquierda de Luis, que percibió nítido, en el lóbulo, el filo interior del taco.
—Decime la verdad, no te hagás el boludo. ¿Cuándo la viste?
Luis tuvo que esforzarse para encontrar una respuesta:
—Creo... que el domingo.
—El domingo, ¿eh? ¿Y qué te contó el domingo? ¿Qué te dijo? ¡Hablá!
—Que estuvo en Olivos, con el Presidente.
El zapato se retiró de la cara y se alejó con su compañero hacia un segundo par que estaba más allá. Un tercer par, que se encontraba más alejado aún, se les reunió:
—¿Viste Buseca? Te dije que este era un flojito. Cantó de una.
—Machos eran los de antes, Hiena. ¿Cuánto hacía que no teníamos tanto laburo como esta semana?
—Que veinte años no es nada —tarareó el Hiena.
—Lástima que la minita se nos quedó. Venía aguantándosela bien, la guacha.
—Pará, Buseca. No me hagás acordar que me caliento y me lo ensarto ya mismo al punto este. ¿Qué hacemos, Jefe?
Una tercera voz, que Luis desconocía, intercedió:
—Aguante, compañero. Voy a pedir instrucciones. Este pescado sabe demasiado.
Fue lo último que oyó Luis antes de desvanecerse.
—Che doctor, ¿me permite pasar? —preguntó, cauta, Eladia. Tenía la respetuosa costumbre de llamar antes de abrir cada puerta. Era muy educada; además, por experiencia, prefería no encontrarse con desagradables sorpresas. Ya las había tenido, y muchas, en su extensa carrera laboral. Y en esa casa en particular, uno no sabía con qué porquería podía toparse a vuelta de picaporte. Nadie respondió. Con recelo abrió la puerta:
—Che doctor. Soy Eladia. ¿Puedo? —silencio. Eladia se asomó para mirar dentro de la habitación.
—¡Ay, che Dios! ¡Qué desastre! —exclamó. El cuarto era un zafarrancho. La lámpara no estaba en su lugar, las cortinas no estaban en su lugar, las almohadas y la mesita de luz no estaban en su lugar. La sangre de Traverso tampoco estaba en su lugar, desparramada alrededor del cuerpo de su dueño, boca abajo y desnudo sobre la cama, atado de pies y manos a los extremos del lecho. Un grueso caño de bronce apuntaba a Eladia desde el ano del doctor.
“Esta noche salgo en la tele. ¡Me van a ver hasta en Asunción!”
Miércoles a la noche.

Un agitado trajín de pasos despertó a Luis, ignoraba dónde estaba y qué hora era. Dos hombres dialogaban animadamente.
—¿Estás seguro? —dijo el Hiena.
—Sí, sí. Tengo que llevármelo ahora —contestó el otro. A Luis la voz le resultó desconocida.
—Pero mirá que el punto sabe mucho. El Jefe me dijo que esperara instrucciones.
—Ya las tenés. No te preocupes. Me llevo el paquete, yo me hago cargo. Dame una mano con el coso este.
Los hombres se acercaron a Luis y volvieron a encapucharlo. Lo condujeron fuera y lo arrojaron sobre el asiento posterior de un auto que arrancó de inmediato. Luis calculó que habría pasado más de media hora cuando el vehículo se detuvo. Unas manos frenéticas desataron las suyas, se quitó la capucha y se encontró con su padre. Cara a cara.
—¡Papá! ¿Qué hacés? ¿Qué está pasando?
—Acá no nos van a encontrar, por el momento —dijo el juez Lebón; miró en derredor al oscuro descampado—, estás en problemas, hijo. Muy graves. ¿Conocías a la chica esa, Paula?
—Sí. Era mi amiga. Todo esto tiene que ver con el Presidente.
—¿El Presidente?
—Paula estuvo en una orgía en Olivos. Ella era prostituta.
—¡Dios! Esto es más grave de lo que pensé. Estamos los dos en problemas. ¿Les dijiste algo a éstos? —preguntó el juez.
—No lo pude evitar. Les dije todo lo que sabía.
—¿Es cierto lo de tu extraño comportamiento? Me lo contó el Padre Morrán. No termino de creerle.
—¿Conocés a Morrán? ¿Dónde lo viste?
—En tu casa. Lo encontré esperándote cuando te fui a buscar. Me habló de tu enfermedad, y me puso al tanto de su preocupación. Jamás imaginé que esto podría pasar. Yo inicié la búsqueda a través de mis contactos en la Policía, pero sin resultado. Tu hermano me dio la alarma esta mañana.
Luis recordó que el teléfono había quedado descolgado.
—¿Y cómo hiciste para encontrarme? Esos no eran policías.
El juez Lebón bajó la cabeza.
—Esa gente que te apresó me debe algunos favores.
—¿Favores? ¿Qué favores te pueden deber?
—Es historia antigua, no es momento para hablar de eso ahora.
Los ojos de Luis se inundaron de lágrimas de furia y de dolor, no pudo ni quiso contener el llanto que estalló como una electrocución. El juez encendió el motor y arrancó.
—Vamos a un lugar seguro —dijo, trató de ignorar las lágrimas de su hijo.
Poco a poco, las luces fueron creciendo como gaviotas, anunciaban la presencia cada vez más cercana de la Gran Capital.
—¿Tu pasaporte? —preguntó el padre, al cabo de un rato, como si continuase una conversación trunca.
El llanto de Luis había amainado hasta convertirse en un suave fluir de lágrimas y mocos.
—En la Facultad —musitó.
—Ahí no podemos aparecer. Te está buscando la Policía por el escándalo de Traverso. Hasta ayer el Decano te llamaba para confirmarte en el puesto. Traverso confesó, entre varias inmundicias, que te había chantajeado. Hoy me volvió a llamar el Decano, la cuestión se complicó. Encontraron a Traverso esta mañana asesinado en su casa. Sospechan de todos. El tipo era promiscuo, le confesó al Decano que tenía SIDA. Hay una histeria colectiva entre alumnos y profesores. Me dijo que te buscan como testigo, pero yo creo que sos uno de los imputados.
La mente de Luis era una ruta neblinosa y espesa por donde surgían, como camiones fantasmales, el ojo de Paula, la boca de Traverso, el útero de Silvia, la vagina de Margarita, el pene erecto de Eduardo, los tontos huesos de sus compañeros, y la mano ensangrentada del juez Luis Lebón.
El auto se detuvo ante un semáforo. Luis, sin decir palabra, se bajó y corrió; cruzó la avenida Libertador hacia la Estación Retiro.
Tercera parte.

Una única bombilla en lo alto de un poste arrojaba una mínima certeza sobre los pasos de Luis. El agua estancada penetraba en sus zapato, el hedor en la nariz. Algunos perros revolvían pilas de basura con la destreza y perseverancia aprendidas de sus amos, cuya existencia se filtraba por los agujeros del continuo patchwork de chapas que hacían las veces de paredes de esas miserables casuchas. Un alto cerco de alambre de púas resguardaba la autopista por donde la crema social fluía densa y motriz hacia sus propios ghettos.
Delante de Luis, otra lamparita que colgaba del marco de una puerta delineaba una oscura y silenciosa figura. Luis se acercó a la sombra inmóvil que se enrojecía a intervalos con la brasa de un cigarrillo. Parado de frente a la luz y a la figura, Luis estaba por hablar cuando la sombra dijo:
—¿Qué hacés acá? ¿Querés terminar en una zanja? —la sombra se aproximó despacio. El cigarrillo cayó al suelo.
—Busco al Padre Morrán —dijo Luis, y el hombre se detuvo.
—¿A Morrán? ¿Conocés al cura? —dudó un instante. Luego dio media vuelta y atravesó el marco de la puerta. Desde adentro, se volteó para indicarle con un gesto a Luis que pasara. Luis reconoció la cicatriz de inmediato. Era el Chino, el hombre que lo había golpeado en la calle Florida.
—Padre, lo buscan —dijo el Chino hacia donde Morrán compartía una mesa de vino y cartas. Cuando vio a Luis, se aproximó:
—¡Luis! Me tenía usted preocupado —el cura lo tomó del brazo y se detuvo a observar en detalle el rostro demacrado de Luis.
—Estoy en problemas, Padre —murmuró; el Chino se retiró como si respetara un secreto de confesión.
El Padre Morrán llevó a Luis hasta su habitación en la capilla, una casa de material, un poco más grande que el resto de las casillas de la Villa. Luis se sentó en un catre y comenzó a hablar:
—Me buscan, Padre, y si me encuentran, me van a matar. ¿Se acuerda de Paula, esa prostituta de la que le hablé? Apareció ayer, violada, casi muerta.
—¿Cuál? ¿La que está en los noticiarios?
—Sí, Paula. Algo pasó. La última vez que la vi, ella estaba por encontrarse con el Presidente y sus amigos. No era la primera vez. Creo que yo soy el único que lo sabe.
—Hijo, ¿es que no tiene nada que confesarme? —dijo el cura, dudando.
—¿Confesar? No hago otra cosa que confesar, Padre, desde el sábado. Todo lo que hago y digo trae desgracia a mi alrededor. Mi jefe, el que me echó, está muerto. Asesinado. La Policía me busca como sospechoso. Eduardo, mi amigo, el que usted conoce, no es más que un cornudo perverso que construyó una gran mentira en torno a mí. Él sabía que su mujer lo traicionaba. Mi padre, el noble juez, cómplice de la represión; como si se cayeran las máscaras para mostrar pura carne podrida.
—Intuía el peligro, mas jamás imaginé —el cura hizo silencio, reflexivo, luego agregó—, esto que sucede supera mis temores. Por el momento, acá está seguro. Es el último lugar donde lo van a buscar. Ahora, descanse. Yo voy a hablar con el Chino, él nos va a ayudar.
 El cura le indicó a Luis que se acostara en la cucheta. Luis se dejó llevar, reconfortado por esa mano tibia y amiga que tanto necesitaba.
Jueves a la mañana.

Eduardo aguardó a que sus hijos se marcharan en el micro del colegio. Parado frente a su casa, se sonó la nariz y pensó que lo mejor sería pasar todo el día en cama. Estaba por entrar a la casa cuando dos hombres se le acercaron, sonrientes. La respuesta a su saludo fue un empellón que lo arrojó en el living, con visitas y todo. Los hombres eran rápidos. Cuando intentó reaccionar, ya lo tenían boca abajo sobre la mesa, uno le agarraba los pulgares y lo forzaba a permanecer agachado, el otro le tomó de la cintura por detrás.
—¿Quién los mandó? ¿Margarita?
—Papito, no entendiste. Acá las preguntas las hacemos nosotros —dijo el Hiena retorciéndole los dedos—. ¿Amiguito de Lebón?
—Sí, sí —dijo Eduardo con la cara contra la mesa.
—¿De Paula?
—No.
El  Hiena le soltó las manos y le tomó la cabeza por los pelos, obligándolo a mirar. Con la otra mano se refregó la bragueta. El Buseca contribuyó apoyándoselo por detrás.
—Cuidado, bebé. ¿Sabés lo que le hacemos a los que no dicen la verdad? —amenazó el Hiena.
Eduardo miró fascinado el gesto de la mano del tipo:
—No. ¿Qué le hacen?
Luis, de pie, en un islote de piedra lisa y roja –apenas tenía tamaño suficiente para sostenerlo–, rodeado por un mar viscoso y pestilente, denso, verde negruzco, poblado de partículas gelatinosas. Luis no soportaba estar ahí. Decidido a dejar el islote, pese a la repugnancia, intentó meter un pie; el mar comenzó a retirarse, dejó al descubierto una leve pendiente descendente. Luis avanzó; cuanto más avanzaba más se retiraba el mar. Luis aceleró su paso, pero no pudo alcanzar la retirada de la marea. El agua reveló un enorme monte por cuya ladera Luis había descendido; surgió un valle con pueblos enteros que aparecían, intactos y primaverales. Las calles, las plazas y las casas resplandecían bajo el sol, pobladas de estatuas de piedra, personas en distintas actitudes cotidianas. Pompeya. Luis gritó. Ninguna respuesta. Corrió entre las casas que la marea había dejado atrás, sin encontrar más que estatuas. De pronto, una lejana y fina voz se escuchó desde adentro de una iglesia. Luis se acercó; la voz crecía en intensidad y en volumen, lo llamaba por su nombre. Entró en la iglesia y vio frente a sí, iluminado desde el cenit en la nave central, a un niño. La voz lo atraía hacia el chico.
—Señor, señor Luis. Despierte, señor —dijo el niño mientras le sacudía los hombros.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Quién sos?
—Pancho soy, señor. Me mandó el Padre que lo despierte. Dice que lo espera en el bar, que se apure.
Luis apenas podía abrir los ojos; una enorme fuerza lo atraía de regreso a la almohada. Miró al chico y dijo:
—Decile que no conseguiste despertarme —y se echó en el catre.
Luis intentó volver al luminoso pueblo de su sueño, pero ahora una idea más poderosa lo devolvió a la consciencia. Como un resorte, una certeza le hizo saltar de la cama.
Pancho apenas acababa de salir, cuando Luis salió detrás de él. Entró en el bar, donde Morrán y el Chino estaban viendo televisión. Morrán lo saludó desde su silla:
—¿Cómo se siente, Luis?
—Muy bien —dijo Luis, pero su cara decía otra cosa.
Morrán lo miró detenidamente.
—¿Qué le pasa?
Luis le devolvió una amplia sonrisa:
—Me siento muy mal, Padre.
—Pero, es que no entiendo. ¿Cómo puede...?
—Sí, Padre. Puedo.
Morrán lo miró con desconfianza:
—Pero, dígame Luis, ¿qué le ha sucedido?
—No lo sé. Pero, ¿ve? Puedo mentir.
La sonrisa de Luis trocó en un gesto de preocupación. Se sentó y tomó un cigarrillo de un paquete que estaba sobre la mesa. Fumó en silencio, con avidez.
—Esto no arregla nada... ¿sabe? Ya no hay vuelta atrás —dijo, y observó el cigarrillo con curiosidad—. Me vino a la mente el último cigarrillo que fumé, hace unos días. Era otro sabor.
Morrán lo observaba con detenimiento, tomándose la barbilla:
—Sus gestos son distintos. Hasta su voz suena distinta.
—Sí, se me pasó el resfrío, tan de repente como... —Luis agrandó los ojos como si estuviera viendo un fantasma.
—¿Qué ocurre, Luis?
Luis no respondió; se puso de pie y encaró la salida:
—Me voy, Padre. Tengo algo que hacer.
—¡Aguarde, Luis! ¡Es peligroso! —la inútil advertencia de Morrán.
Luis apuró el paso a lo largo de la vereda del frente de la estación de Retiro. Cruzó la avenida Libertador y se dirigió al edificio donde vivía Silvia. Unos metros adelante, vio salir dos policías. Se ocultó en la entrada de una casa hasta que vio partir al patrullero. Luego se acercó y apretó varias veces el botón hasta que una débil voz atendió.
—¿Quién es?
—Soy yo, Luis. Abrime.
—Andate. No te quiero ver.
—Necesito hablar con vos. Estás en peligro.
—¿Peligro? ¡Vos estás en peligro! Te está buscando la Policía.
—¡Ya sé! ¡Abrime!
Silvia guardó un interminable silencio. Luego, se escuchó el zumbido en la cerradura de la puerta de calle.

—¿Qué está pasando?—preguntó Silvia, obviando cualquier otra forma innecesaria de saludo. Tenía puesto un salto de cama, y su rostro estaba blanco. Luis entró sin decir una palabra. La habitación sufría el desorden propio de la convalecencia. Luis se sentó en la cama. Recuperó el aire y comenzó su interrogatorio;

—Escuchame —dijo Luis—, ¿hablaste con alguien más? ¿Te pasó algo raro en estos días?
—¿Te parece normal? Tu amigo ahora me quiere matar, porque te dí las fotos. Viene la cana a buscarte. Estoy embarazada y encima lo de mamá.
—¿Qué pasó con tu mamá?
 —Nos dijimos de todo. Parece que ella sabía de mi vida más que yo misma. Con las barbaridades que le contesté yo no me quedé atrás. Pero cuando le dije que estaba embarazada, se transformó. Parece que quería un nieto. Supongo que está alterada por lo de papá.
—¿Qué pasó con tu padre? —preguntó Luis.
—Enloqueció. Lo echaron de la Cancillería. Parece que casi arruina unas negociaciones importantes. Dicen que se puso a cantar la Marcha de las Malvinas, a los gritos, en la oreja del embajador británico. No sé qué creer.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste con él?
—¿No te acordás? El sábado, cuando te dejé.
—¿Y cuándo ocurrió el incidente diplomático?
—El martes, en el Palacio San Martín. ¿Qué sucede? ¿Qué tiene que ver mi papá con todo esto?
—¿Estaba resfriado?
—Sí, pero..., ¿qué tiene que ver? ¿qué está pasando?
—Pasa que estamos fregados.

Una hora más tarde, Luis volvía decidido sobre sus pasos por la estación Retiro hacia la Villa. Al pasar frente a un kiosco de diarios, se detuvo a ojear una portada. La primera plana estaba ocupada por completo:
“Malvinas: importantes anuncios hará hoy el Presidente. En conferencia de prensa dará a conocer detalles del acuerdo”.
Más abajo, y en un costado, otro titular decía:
“Buscan al hijo de conocido juez, sospechoso de dos horrendos crímenes”.

No había fotos. Luis buscó en el cuerpo del diario. No encontró ninguna fotografía suya, pero sí la de su padre.. Compró el periódico y se dirigió pronto a buscar al Padre Morrán. Lo encontró en el bar de la Villa. Estaba solo en una de las mesas, frente al televisor colocado en lo alto de una pared. La imagen mostraba al Presidente rodeado de personajes del gobierno; atendía sonriente detrás de un  púlpito a los periodistas.
—¡Padre! Ya entiendo lo que pasa.
—¡Luis! Esto está empeorando. Vino la Policía. Interrogaron al Chino. Les dijo que usted pasó aquí la noche. No entiendo por qué lo entregó. Después me interrogaron a mí, tuve que confesarles que era cierto.
Luis permaneció inmóvil; esperaba en cualquier instante la aparición de la Policía. Escrutó al cura. Observó por encima de su cabeza al Presidente hacer un gesto de autorización a un periodista.
—Les dije que usted planeaba escaparse a Paraguay, que se había tomado un micro.
Luis dio un pequeño suspiro de alivio. Morrán continuó:
—Por el momento, no creo que vuelvan. No me explico lo del Chino. Ni cómo nos ubicaron tan rápido.
—Por Eduardo —dijo Luis.
—¿Eduardo?
—Eduardo, aunque quisiera, no podría evitar decir todo lo que sabe. Como el Chino. Como en cualquier momento usted, Padre.
Entró el Chino al bar, se acercó a los hombres  e intentó una disculpa a Luis; el Padre Morrán lo interrumpió:
—¿Cómo podría yo hacer eso? No entiendo por qué duda de mí, Luis —dijo el cura con aprehensión.
Detrás de él, el Presidente manifestaba algo que provocó la risa de los presentes. Los hombres más cercanos a él se reían con más brío.
—No dudo de usted, Padre, pero puede contagiarse también, como yo, como Traverso, como Paula, Eduardo, Silvia, también el Chino, y vaya a saber hoy cuántos más. Deben ser cientos, pronto serán miles.
El cura lo miró sin comprender.
El Presidente se tocó el nudo de la corbata mientras escuchaba atento la pregunta de un periodista.
—No entiendo, Luis. ¿Me está diciendo que su enfermedad es contagiosa?
—La más contagiosa de todas, Padre. Mi enfermedad es una simple gripe que me inoculé por accidente en el laboratorio, y que propagué por todas partes.
—¡Eso es absurdo! ¿Cómo una gripe va a provocar toda esta desgracia? —preguntó el Padre Morrán, cada vez más convencido de que Luis estaba delirando.
Se produjo una breve interrupción en la charla del mandatario. Todas las cabezas del gabinete se volvieron hacia un hombre que estaba a la derecha del Presidente. La cámara enfocó un primer plano del señor, que se disculpó, mientras tomaba un pañuelo de su bolsillo y lo apretaba contra su nariz. Luis reconoció el rostro congestionado del Secretario Privado. Sin dejar de observar la pantalla, dijo:
—Algo pasó con uno de los especímenes con los que estaba experimentando, virus de gripe, ¿entiende? Debe haber mutado, tal vez adquirió alguna capacidad extraordinaria. Es probable que pueda forzar a la célula huésped a producir una toxina de efecto similar al del Suero de la Verdad —dijo Luis, y bajó la vista hacia el cura—, ¿dónde hay un teléfono?
—¿Un teléfono? ¿Qué dice? ¿Está desvariando Luis? En la Villa no hay teléfonos.
Luis corrió hacia la puerta, el Chino lo detuvo de un brazo. Con la otra mano le ofreció un celular.
—No lo robé, lo uso para trabajar —dijo, disculpándose.
Luis tomó el aparato; buscó en su billetera una tarjeta. Marcaba el número que indicaba cuando gritó:
—¡Suba el volumen, Padre! ¡Del televisor! ¡Súbalo!
El cura miró alucinado a Luis y obedeció con más temor que entendimiento:
—¡Hijo! ¿Qué pasa? Cálmese. Tenemos que sacarlo de aquí. La Policía puede volver...
—Le voy a demostrar mi teoría. Por el método del absurdo —Luis miraba fijo a la pantalla.
Morrán y el Chino observaron la tele y vieron las miradas del Primer Mandatario, las de su comitiva y las del grueso de los periodistas; todas se dirigían hacia un lugar entre los asientos, la flaca figura de un hombre de tez muy blanca y pelo rubio se hizo paso para salir de la sala, celular en mano.
—Hola, ¿Ron? Soy Luis Lebón; nos conocimos en la Reserva Ecológica. Escúcheme bien y haga lo que le voy a decir. Está usted por ganar un Pulitzer.
En ese instante, el Hiena y el Buseca irrumpieron en el bar, revolver en mano.
—¡Quietos todos! Vos, Lebón, venís con nosotros. Esta vez tu papito no te salva.
Luis dudó sólo un instante:
—¡Muchachos! Casualmente acabo de arreglar todo con el gran jefe —señaló el celular—, ¿quieren oirlo por boca de él mismo?
El Hiena se acercó con desconfianza:
—Si es un truco... —dijo, y alargó la mano para tomar el aparato.
—No, no —dijo Luis—, ahí no. Ahí —completó, señalando la televisión.
La conferencia de prensa se reinició. El hombre rubio ingresó en la sala y se quedó de pie en un pasillo mientras levantaba la mano con insistencia.
—¿Sí, señor periodista? —lo señaló el Presidente.
—Ron Tull, BBC News. Yo quiero hacerle una pregunta al Secretario Privado. Señor, ¿sabe usted qué le pasó a Paula Magdala?
—Señor periodista —interrumpió el Presidente, ofuscado—, no sé de qué está hablando. Esta es una confer... —pero no pudo terminar, desplazado de su podio por un tembloroso y congestionado Secretario Privado que comenzó a hablar:
—Esa puta tenía bien merecido lo que le pasó. Se burló de nosotros y nos amenazó. Nosotros sólo hicimos lo que el Presidente nos ordenó —dijo el Secretario, y dirigió su mirada en busca de la de su jefe.
El Presidente ya no se encontraba allí.
El Hiena y el Buseca tardaron en comprender. Cuando lo hicieron, de sus duras miradas sólo quedaban el inconfundible brillo del miedo. Bajaron las armas.
—Muchachos. Espero que tengan al día sus pasaportes —dijo Luis.
Meses más tarde.

Luis intentó tragar saliva, el cuello de la camisa le obstruía el movimiento de su nuez de Adán. Quiso aflojar la corbata, pero se arrepintió, sólo alcanzó a tocarla, temió desarreglársela y no saber después cómo componerla. El chaleco le ajustaba el estómago y le dificultaba la respiración. Estaba sofocado. El día era demasiado caluroso para ser de primavera, y él vestía traje, el primero en años. Las luces de los spots achicharraban lo que enfocaban, y todas estaban dirigidas hacia él. No pudo tragar, apenas carraspeó.
—¿Necesita que le repita la pregunta? —dijo el hombre, desde lo alto.
 Luis oyó la voz nítida y metálica desde cada lado de la sala. Inclinó la cabeza hasta que sus labios tocaron el micrófono.
—No. No, señor Vicepresidente. Me llamo Luis Lebón.
El interrogador se encontraba frente a él, sobre un estrado, detrás de una enorme mesada de madera. Dirigía su mirada hacia Luis, aunque era difícil adivinar si esos ojos lo enfocaban a él o a la cámara de televisión que se encontraba detrás.
—Doctor Lebón, usted es el principal testigo en el juicio político que el Honorable Congreso de la Nación está aquí realizando contra el señor Presidente.
—Sí, lo sé, señor Vicepresidente —contestó Luis, apenas más suelto.
—Su testimonio es muy importante, por cuanto entendemos que usted es el, ¿cómo debo llamarlo? ¿Descubridor? ¿Inventor? Me refiero a esta nueva peste que se está esparciendo por la Argentina. Usted conocía bien a la señorita Paula Magdala, víctima de violación y vejación. Su testimonio es relevante para que se aclaren los hechos y para determinar la presunta participación del señor Presidente en ellos. ¿Es así, doctor Lebón?
Luis olvidó su incomodidad para lanzarse de lleno al tema que consumía su pasión desde hacía varios meses:
—Así es, señor Vicepresidente. Antes quiero aclarar que no tenemos aún certeza de que el virus se haya originado por causa de una acción humana o por simple mutación. En todo caso, a lo sumo, fue accidental, y mal se me puede adjudicar esa invención. Ni siquiera hemos logrado aislarlo, por lo que tampoco está, en realidad, descubierto. Lo que sí puedo decir, es que soy la primera víctima de la peste. Y el primero que relacionó causa y efecto. Por lo demás, hemos comenzado a estudiar su sintomatología, en ese terreno me considero un experto.
—¡Señor Vicepresidente! ¡Pido la palabra! —gritó un hombre, a espaldas de Luis.
—Tiene la palabra el señor Diputado —contestó el Vicepresidente.
—Quiero expresar mi más firme repudio a la presencia del doctor Lebón en este Honorable Congreso. No sólo es el responsable de la desgracia que acomete a nuestra Nación, no sólo es el autor intelectual de la subversión de los valores que ataca los principios básicos de nuestra convivencia social, no sólo es cómplice impune de los innumerables hechos de violencia y muertes que están haciendo tambalear nuestra otrora pacífica convivencia, no sólo es el único y perverso responsable de la crisis económica que está minando nuestra paz, no sólo no se conforma con erigir su dedo acusador contra nuestro señor Presidente, sino que además, se presenta aquí, ¡como víctima!
Luis se incorporó y se dio media vuelta para contestarle al Diputado, pero fue llamado al orden por el Vicepresidente.
—El doctor Lebón deberá hablar sólo cuando yo se lo indique. En cuanto al señor Diputado, sírvase por favor limitarse a interrogar al testigo y sepa reprimir sus juicios de valor.
El Vicepresidente hizo una pausa necesaria hasta que se acallaran los murmullos. Luis volvió a sentarse.
—¡Pido la palabra, señor Vicepresidente! —dijo una nueva voz.
—Concedida.
—Quiero preguntarle al doctor Lebón si es cierto o no que a los enfermos les es imposible faltar a la verdad. Y si es así, a qué se debe y cómo podría contrarrestarse este efecto —dijo el siguiente Diputado.
Luis aguardó una seña del Vicepresidente. Cuando la obtuvo, dijo:
—Nuestros estudios indican que el virus, al infectar una célula, le hace producir una sustancia de efecto similar al del Suero de la Verdad, el individuo se ve incapacitado de ocultar desde las verdades más simples hasta las más elaboradas, incluso sus emociones y estados de ánimo. No hemos podido aún identificar a la molécula en cuestión, y estamos todavía muy lejos de desarrollar un antídoto. Nuestra hipótesis, y esto vuelve fascinante a la investigación, es que se trata de una sustancia natural: el cuerpo la produce en ciertas cantidades siempre, el virus lo único que hace es provocar una sobreproducción. ¿Se dan cuenta? Esto tiene implicancias enormes, incluso para la Psicología; y hasta para la Filosofía.
—Sí. Nos damos cuenta. O sea que podemos deducir que alguien enfermo, ¿sólo dirá la verdad? —preguntó el diputado.
—Si, en tanto esté enfermo, sí. Luego todo vuelve a ser normal —asintió Luis.
—No fue a la normalidad adonde volvió el extinto Secretario Privado, suicidado con mucho sentido de la oportunidad. Explíquenos cómo concluyó usted que él estaba enfermo.
Un rumor desembocó en batahola. Los insultos se cruzaban a espaldas de Luis. El Vicepresidente logró, con dificultad, reorganizar la asamblea. Luego le indicó a Luis que contestara.
—Yo no concluí que el Secretario Privado estuviera contagiado. Yo sabía, por boca de Paula, que él era el organizador de las orgías —hizo una pausa y esperó que el murmullo se acallara, tuvo que continuar en voz más alta—. Deduje, al observar por televisión que él estaba engripado, que había altísimas chances de que hubiera sido contagiado por Paula. Visto lo que el Secretario confesó, ahora sí, concluyo que mis deducciones eran correctas.
El primer diputado pidió y obtuvo la palabra:
—O sea que usted concluye que el Secretario tenía la peste porque él dijo algo que, según usted y sólo según usted, era verdad. Este hombre no sólo inventa la enfermedad, sino que dictamina quién está enfermo y quién no. Señores, creo que el mundo está de nuevo en manos de oscuros sacerdotes. Hemos entrado en una nueva Edad Media.
—¡Señor Diputado! No quiero tener que reiterar que estamos aquí para esclarecer la verdad sobre un crimen, y no para hacer de ésta una tribuna de discusiones filosóficas o doctrinarias. ¿Tiene alguna pregunta concreta? —dijo el Vicepresidente.
Sólo se escuchó un murmullo.
—Permiso, señor Vicepresidente —Luis levantó la mano.
—Sí, doctor Lebón.
—Quiero manifestar que sí, puedo considerarme un experto en determinar cuando un paciente está o no enfermo de la peste. Se trata de un método basado en un estudio detallado de ciertos patrones de comportamiento; lo desarrollamos en conjunto con el Padre... digo, el señor Augusto Morrán. Se basa en ciertas características de las expresiones gestuales de los pacientes que permiten detectar con bastante exactitud la presencia de la enfermedad. Hemos analizado con este método los tapes de aquellas famosas declaraciones del Secretario Privado y hemos concluido que yo estaba en lo cierto.
—¡Señor Vicepresidente! —se oyó la voz del primer Diputado—. Voy a retirarme del recinto en este preciso momento. No estoy dispuesto a escuchar a este señor dictaminar la verdad, mucho menos sabiendo que es el hijo del juez Lebón, cómplice confeso de la represión de la dictadura militar. ¡Buenas tardes! —la despedida fue tapada por decenas de gritos e insultos dirigidos tanto a Luis como al Presidente. Los esfuerzos del Vicepresidente por impartir orden resultaron por completo inútiles. Un hombre apurado cruzó la sala y se acercó al estrado; subió y habló con premura al oído del Vicepresidente, que comenzó entonces con más ahínco a imponer el silencio; se ayudaba con un pequeño martillo de madera. La sala se fue acallando al escuchar las palabras del Vicepresidente.
—¡Señores! ¡Silencio! ¡Va a ingresar a la sala el señor Presidente!
Todo el Congreso se congeló en un frío mutismo; las miradas se concentraron hacia la puerta de entrada lateral.
El solemne silencio fue defraudado por un hombre marchito y mal vestido; ingresó caminando con lentitud y esfuerzo. El Presidente estaba desaliñado: el cabello despeinado como si recién se levantara de una siesta, la tez gris, y una crecida barba canosa. Su cara estaba hinchada y el único detalle colorido lo aportaba su gran nariz, roja y paspada. Estaba perdido dentro de un jogging holgado. Llevaba en la mano un pañuelo blanco; lo utilizaba a cada paso. Se sentó en una silla próxima a Luis. El murmullo de fondo retomó la sala, apenas menos audible que la voz del Presidente:
—He venido a hacer una confesión pública —dijo, el runrún ganó bríos. A pesar de ello –la mirada fija en una cámara colocada al lado del Vicepresidente–, continuó:
—Como Presidente de la Nación he faltado a mis deberes en muchas ocasiones, y creo que el pueblo tiene más de un motivo para recriminarme. Yo, lamento mucho haberlos defraudado —dijo, y su voz pareció quebrarse. Esta vez se acercó el pañuelo a los ojos—, quiero pedir perdón.
El murmullo se volvió rugido. El Presidente ya no podía hacerse escuchar. Se recompuso y, mientras aguardaba, encendió un cigarrillo. Comenzó a dar profundas bocanadas, con muestras de placer; parecía ignorar por completo el efecto de sus palabras. Su actitud creó una expectativa que terminó por acallar los últimos cuchicheos.
—¿El Presidente se siente bien? —preguntó el Vice.
—Sí, sí. Muy bien —dijo mientras exhalaba el humo.
—Permítame recordarle que no está permitido fumar en el Congreso —dijo, pero el Presidente estaba muy concentrado en su siguiente pitada. Dio dos más, tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con su zapatilla. Su rostro expresaba satisfacción.
—Nos decía el señor Presidente —continuó el Vice.
El rostro del Primer Mandatario se oscureció. Volvió rápido a su pesadumbre inicial.
—Quiero decirles a ustedes, y a todo el pueblo argentino, que estoy arrepentido, que vengo aquí descarnado y que merezco cualquier castigo que se me imponga —comenzó a llorar. Siguió casi balbuceando: —¡Lo siento mucho! ¡No sabía lo que estaba sucediendo a mi alrededor! ¡Yo los creía mis amigos! Lo siento por esa chica. Lo siento tanto. Y por tantas otras víctimas inocentes de la corrupción que me ha rodeado —hizo un breve silencio—, nada sabía de lo que estaba pasando, ni de los negociados ni de las armas ni del tráfico de drogas. Esa es la verdad.
El llanto terminó con sus palabras.
El griterío se hizo ensordecedor, provenía de una sola mitad del salón. El Vicepresidente tuvo que esperar largos minutos para volver a hacerse escuchar.
—Doctor Lebón, creo que habrá notado, como todos nosotros, que el señor Presidente no se encuentra en el estado de ánimo ni el de salud más apropiados para la ocasión. Como experto que se declaró aquí, ¿podría darnos su opinión respecto a la enfermedad que aqueja al Presidente? —preguntó el Vice.
—¿Si está o no enfermo de la peste? No estoy seguro. Si me permite, quisiera aproximarme con el señor Morrán a él para interrogarlo —dijo Luis.
El Vicepresidente hizo un gesto afirmativo.
Morrán, sentado unos pasos más atrás de Luis, se le unió para acercarse al Presidente, se plantaron frente a él, y lo miraron fijo. El mandatario les sostuvo la mirada. Se hizo silencio absoluto en el salón.
—¿Usted fuma? —preguntó Luis.
—Sí. ¿Por qué me lo pregunta?
—Nunca lo había visto fumar.
—Es cierto, nunca había fumado en público.
—¿Cree usted en Dios? —preguntó Morrán.
—Creo en un Ser Supremo, sí —contestó el Presidente, con naturalidad—. No pensé que íbamos a hablar de religión —agregó, casi para sí.
—¿Conoció a Paula Magdala? —preguntó Morrán, a rajatabla.
—Sí —dijo el Presidente mirando con enojo a ambos. El rumor bajó en oleadas desde la tribuna.
—¿Cómo la conoció? —esta vez Luis.
—Rubén me la presentó —crecía el murmullo.
—¿Qué hizo usted con ella?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada. Me fui, asqueado.
Luis y Morrán permanecieron escrutando la mirada y la boca del mandatario, que permaneció inmóvil. Luego, secretearon brevemente. Morrán hizo un pequeño gesto de asentimiento. Luis se dio media vuelta:
—Señor Vicepresidente, este hombre dice la verdad.
Las palabras de Luis fueron un disparo de largada: una corrida de personajes y periodistas se abalanzaron sobre los tres.
Epílogo.

—Quiero agradecerle por darme esta exclusiva —dijo Ron Tull y tomó asiento. El bar estaba casi desierto.
—Al contrario, Ron —contestó Luis—. Si no fuera por usted, no estaríamos sentados aquí. Permítame que le presente a mi amigo Augusto Morrán.
—¡Ah! Usted debe ser el famoso sacerdote —dijo Ron al estrecharle la mano.
—Famoso sí, sacerdote, ya no. La fama fue simultánea con la pérdida de mi sacerdocio. Aquel sermón que hice sobre el Papa me arrojó a las fauces de los medios y bien lejos de mi Iglesia. Si al Santo Padre se le da por hablar en público contagiado de la peste, va a correr la misma suerte que yo. Pero, en fin, soy, en todo caso, una víctima menor.
—¿Y usted, doctor Lebón? ¿Cómo se siente después de haber modificado los destinos de tanta gente? —preguntó Tull.
—Debo admitir que la fama tiene su lado embriagante, pero no era ésta la forma exacta en que planeaba alcanzarla. Alguna vez fantaseé con un Nobel. Quizás, si hubiera descubierto un remedio definitivo para la gripe, hubiese tenido alguna chance. Pero sólo descubrí una nueva enfermedad.
—¿Y ahora, qué? ¿Y si usted encuentra un remedio para esta plaga? —preguntó Tull.
—Para muchos, sólo saldaría una cuenta. Se ha hablado bastante de mi responsabilidad sobre el origen de la peste. No me considero responsable. Todo fue accidental. No hay mérito ni culpa.
—Discúlpeme, doctor, pero allí hay un hombre sentado detrás de usted que nos está mirando fijo —dijo Tull.
—¡Ah! No se preocupe —dijo Morrán—, es el Chino. Nuestro guardaespaldas. La fama también tiene sus inconvenientes.
—Ustedes están demasiado joviales para ser, responsables o no, participantes de una de las peores epidemias en la Historia.
—No estoy de acuerdo con su opinión, mister Tull —dijo Morrán—, no voy a calificar la epidemia como buena, eso sería absurdo. Pero no es la peor. Otras famosas pestes atacaron a los más indefensos, a los pobres, a los hambrientos. Esta tiende a afectar con mayor gravedad a aquellos que tienen duros secretos que ocultar, y produce hechos violentos entre las clases más acomodadas, en las poblaciones urbanas, y en los de mayor edad. Un ajuste a la realidad nos va a venir bien a todos.
—Entonces, para ustedes con esta peste estará todo muy bien —dijo Tull molesto.
—Yo creo, Ron, que luego de la primera crisis, todo se normalizará. La vacuna, puede que llegue, pero lo hará tarde. Para entonces, todos habremos sufrido la enfermedad, quizás, hasta varias veces, y ya sabremos cómo contrarrestar sus efectos —dijo Luis.
—¿Un antídoto? ¿Tienen ustedes ya un antídoto? —preguntó Tull.
—Off the record, Ron —dijo Luis con cautela—, hemos experimentado con éxito un remedio eficaz.
—¿De verdad? ¿Cuál es? —preguntó Tull, ansioso.
—Usted lo conoce, Ron. La primera prueba exitosa la hicimos aquel día en el Congreso con el Presidente —dijo Luis, sonriendo.
—Pero entonces, eso fue un fraude —protestó Tull, indignado—, el Presidente no estaba enfermo. ¡Usted nos mintió!
—El Presidente estaba enfermo. De una gripe común. Y es cierto que yo mentí. Todo fue preparado al detalle.
—¡Esto es enojoso! ¡Ustedes nos han usado a todos nosotros para salvar al Presidente!
—No es la primera ni la última vez que los medios son cómplices de una mentira —intervino Morrán—. Ningún político puede aspirar al poder sin la colaboración del periodismo; hasta el mismo exceso de noticias, verdaderas o no, es una sofisticada fórmula para ocultar las verdades más importantes. De cualquier manera, la peste va a tener sus secuelas. Cuando menos, todos nosotros lo pensaremos dos veces antes de ocultar esas pequeñas verdades personales que el tiempo va agigantando y transformando en inconfesables.
—This is inmoral! ¡Ustedes son los cómplices de una gran mentira! —protestó Tull.
—No existen grandes mentiras, mister Tull —dijo Morrán—, sencillamente porque no existe una gran verdad. Y son las pequeñas verdades, que aprendemos a ocultar desde niños, las que terminan minando nuestra conciencia; crean una sociedad neurótica como la que tenemos. Las pequeñas mentiras están insertas en todos nuestros discursos: políticos, periodísticos, publicitarios, religiosos y, por supuesto, en el económico. Es un mundo feliz, en un veinte por ciento, claro, que consume sin distinción y en el mismo plano, bienes, noticias y entretenimientos mientras el resto vive dominado, fascinado, por ese mundo utópico. Ahora ese veinte por ciento va a sufrir una gran crisis y puede ser que el resultado sea para bien.
—Parece como si ustedes se consideraran benefactores de la humanidad —dijo Tull.
—No tenemos autoría del virus, pero piense en cómo afectó a Luis en su vida, cómo me afectó en la mía, cómo, en algún momento, afectará la suya. Ya nada volverá a ser como antes. En dos o tres generaciones, conviviendo con las consecuencias del virus, la Humanidad será otra, no buena, pero mejor. Quizá mucho antes de eso, las personas aprovechen una gripe común para desagotar su carga de mentiras. Quién sabe. Hay algo muy claro: si cuando uno miente, el cuerpo tiende a contradecirlo –gestos reveladores, aceleración del pulso, incremento de adrenalina–, debe ser porque mentir es un acto que conlleva un gasto extraordinario de energía, y por tanto, de alguna forma hemos de pagar el costo. Si logramos descubrir que el cuerpo humano produce naturalmente una sustancia que nos obliga a decir la verdad, ¿qué sentido tendrán los tratados de ética y los mandamientos religiosos? Mentir ya no sería un pecado sino un acto contra natura. Nos espera un mundo muy distinto.
—¿Qué significó esta experiencia para usted, doctor Lebón? —Tull cambió de táctica para encontrar una fisura.
—En lo personal, casi pierdo la vida, pero las cosas se han acomodado bien. Tengo una amiga que gracias a la peste descubrió  que quería tener un hijo. Ahora está embarazada, y se pudo reencontrar con el cariño de sus padres. Otro amigo terminó con su matrimonio aberrante y logró, al fin, aceptar y entregarse a su homosexualidad. No sé si es feliz, pero está mucho mejor que antes. Saber la verdad sobre mi padre ha sido doloroso pero necesario, y en mi madre he descubierto un amor que yo creía inexistente. A decir verdad, Tull, si no hubiera sido por mi familia, hoy sería un desaparecido más.
—Todo muy bonito, doctor Lebón. Pero usted fue cómplice de un Presidente corrupto. ¿Cuál fue su beneficio? ¿Mintió usted por dinero? ¿Poder? ¿Fama?
—Fue por instinto paterno. La vida de mi hijo estaba amenazada. Tuve suerte de que no me obligaran a suicidarme, como a muchos otros. Pero, claro, a mí me necesitaban para la farsa.
—¿Y su hijo? —preguntó Tull.
—El está bien. Sabe la verdad de mi mentira, si a eso se refiere. Yo a Juan jamás le mentí.
Sólo Luis pudo comprender y disfrutar del formidable escalofrío que reverberó desde su espinazo hasta la coronilla.

Fin.